menucito

Revés

Me gusta espiarte mientras vos fingís desconocerme. La liviandad con que mirás el aire vacío cuando hacés de cuenta que no estoy detrás del ojo de la cerradura, del otro lado del aire refractado. Y me gusta verte pasear por la calle o la plaza. A veces tengo que morderme las manos para no tocarte, o la lengua para no gritarte y hacerte ver que todavía estoy en el revés de cada gota de oxígeno que rodea tu piel cubierta de maquillaje. Te vas deseando que al volver no sientas mi presencia, y yo me quedo esperando que vuelvas para morderme otra vez las manos de ectoplasma.

Walter Lezcano: Jumping

—¡La puta que te parió!— me dijo mamá y fue a socorrer al viejo que estaba en el piso retorciéndose de dolor. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó mamá desde el suelo: triste y, sobre todo, llena de bronca.
Un rato antes, papá me estaba gritando. Yo también le gritaba a él. Rutina, nada nuevo. Para nosotros era un deporte al que le poníamos el alma.  Nos estábamos trenzando por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo. Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. Cuando era chico era duro como un milico. Traficaba con pensamientos de otros y estaba lleno de prejuicios. No sabés, estaba subido a un pony y creía que tenía mucha personalidad.
La cuestión era que estaba escuchando fuerte en mi pieza a los Rolling Stones: Jumping Jack flash, no sé si lo conocés. Él recién volvía del laburo y entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó, que bajara el volumen y se fue. Yo sabía que eso le molestaba, lo ponía loco. Igual se lo hacía porque quería verlo sacado. Sí, nos llevábamos mal. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Por ahí nadie. Yo sí. Era un pensamiento que tenía seguido. O quería hacerlo mierda, no eran ideas nomás: era algo posta. Pero sabía que era medio imposible, nunca iba a poder hacerlo. Me daba paja. Mucho laburo: pensar un plan, después ver lo del fiambre, tirarlo a un lugar seguro. Pensá que el viejo era un lavarropa, pesaba como 95 kilos y yo mucho menos: era una diferencia, mirá si me herniaba o algo así. Y estaba todo el bondi con la poli: explicaciones, ver a mi vieja hecha bolsa, y toda esa movida. Era mucho. Entonces bardeaba con la cerveza. Papá una vez por semana, domingo o lunes ponele, compraba cinco o seis birras para tomar cuando venía del laburo. Se bajaba una por noche para sentirse un ser humano y sacarse de encima el garrón de estar metido en un matadero ocho o diez horas por día, a veces doce. Todas las tardes o a la nochecita iba a la  cocina, abría la heladera y quería sacar una botella bien fría, pero siempre las encontraba tibias. Se enojaba: puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba re caliente por no tener con quien quejarse. Unas horas antes yo las había llevado al techo para calentarla, que perdieran vida. Después las dejaba en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos y me reía.

El viejo trabajaba un montón, no había terminado el secundario y era medio bruto. No estuvo mucho en casa. Creo que ahí estaba todo. Vos sabés que no se puede elegir a los viejos, pero sí se puede elegir cómo tratarlo. Yo me propuse destruirle la sonrisa a papá.

Qué loco lo que pasa con la ausencia, ¿no? Uno quiere llenarla con cualquier cosa, con algo groso. Es como hacerle contrapeso al dolor para que no te salte la térmica. Qué sé yo, digo nomás.

Me acuerdo cómo era todo cuando no nos peleábamos tanto. De más chico, cuando volvía del colegio al mediodía comía rápido, me tiraba de panza en la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y contarle a papá para que pudiera elegir lo que más le gustara. Me había memorizado toda la programación de todos los canales y me acercaba a él ansioso, impaciente, y lo veía tomando su vaso grande de cerveza, tranquilo, relajado, mamá al lado. Entonces creía que era el momento justo y lo tenía enfrente. Él me veía y decía como si le rompiera las bolas:
—No, ahora no… después.— Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en lo inalcanzable. Después, ahora odio los después.


Yo no bajé la música, lo toreaba. Él nunca pasó de levantarme la voz. Eso me daba confianza como para tirarle la corbata. Volvió. Empujó fuerte la puerta, se acercó al equipo y lo apagó. Salió sin cerrar la puerta. Yo fui hasta el equipo, lo prendí de vuelta y puse el volumen al taco. Me tiré en la cama a esperarlo. No vino. Cansado de aturdirme y escuchar puro ruido bajé el sonido.
Fui a la cocina a tomar un poco de agua y estaba sentado sólo, mirando por la ventana. Se lo veía como gastado, re triste. Dijo algo bajito. No le hice caso. Lo dijo más fuerte mientras me iba:
—Esa música de maricones.
—¿Y vos? Esa porquería que escuchás es una cagada.
—Tango, se llama tango, te lo dije mil veces. Qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo, por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.
—Qué decís, si ni siquiera sabés hablar. Qué hablás.
—No me faltés el respeto y bajá el copete— Se paró. Era un poquito más bajo que yo. Nos sostuvimos la mirada.
—¿Qué vas a hacer si no?
 Papá siempre se llenó la boca con que no hay que pegarle a los hijos. Quería ver qué hacía: el abuelo, un inmigrante mala onda como él solo, tanto que mi abuela lo dejó, lo surtía por cualquier cosa. Él quiso ser otro tipo de padre.
Mi vieja apareció bajo el marco de la puerta. Ella no le daba mucha importancia a esas peleas, la hacía corta: siempre le daba la razón al viejo. Yo tenía que agachar la cabeza. Papá sabe, decía. Nunca me pudo convencer de eso. Para mí razón tenía Mick Jagger.  Le ponía muchas fichas a esa gente.
—Andá a tu pieza y dejá tranquilo a papá.
Iba a hacerle caso. Todavía le tenía respeto a mamá. Antes de irme me acerqué y le largué:
—Maricón.
Él me agarró y amagó como para darme un saque y yo pensé esto se va a poner bueno. Pero se endureció y cayó, se apretaba el brazo izquierdo. Parecía que se tragaba las palabras. Quería hablar y miraba desconcertado a mamá. La vieja, que siguió toda la secuencia, me puteó, se agachó para ayudarlo y me clavó unos ojos desconocidos, terribles. Después me mandó a llamar un remís.







William Shakespeare y el MUNDO



El género dramático comprende a todas aquellas obras que tienen por finalidad la representación de una determinada acción en el marco de un espacio físico que funcione como escenario. Sirve de expresión a una determinada visión de la realidad o de la fantasía, ya sea: tragedia, misterios o comedia.
William Shakespeare es como una amalgama de tendencias y corrientes hasta el momento de su aparición, mientras que el Renacimiento florecía en Europa y daba lugar al Siglo de Oro en España, Shakespeare lucha con un gran condicionante y una gran rebelión para montar sus obras, y hasta a si mismo con una gran presión generada por el periodo Isabelino en Inglaterra; bajo el reinado de Isabel había que mantener como máscara la religión católica-romana y por eso es muy probable que Shakespeare haya tenido una formación católica estridente, que luego ha ido fragmentando en sus obras con las influencias al mundo clásico y con los aires propios del Renacimiento italiano.
La cuestión de la autoria no esta desarrollada en esta época, lo cual, permite poner en duda que la producción de Shakespeare sea propia; es muy probable que se hayan colaborado varios sujetos a la formación de una obra. Eso, teniendo en cuenta la gran presión que ejercía tener que producir teatro para la nobleza y para la corona con una inmediatez, casi absoluta.
Sueño de una noche de verano, parece responder a los efectos del período; una mezcla de planos que, en escena, parecen estar bien definidos, pero en el momento de la representación se cruzan; algo que no se había practicado en el período medieval. El plano real es la representación de la celebración de las nupcias de Teseo e Hipólita; donde reside la idea de que en sus nupcias van a ver una representación coordinada por los mismos personajes que están en la escena de la obra. La realidad de este acto va fragmentadose en diversas capas reales que parecen disolverse a si mismas al finalizar cada acto; así comienza a asomarse el plano fantástico, que pertenece al mundo de las hadas y duendes. Este juego de espacios se da en el mismo escenario y en el mismo tiempo, la diferencia radica en que ninguna de esas capas de realidad y fantasía se perciben a si mismas.
Por la misma parte, tiene lugar el conflicto amoroso que se genera por la equivocación del duende Puck entre un amor sincero: Lisandro y Hermia. La suerte de amores no correspondidos es el tema crucial en la obra, que instaura la idea renacentista neoplatónica de un amor idílico mediatizado por las marcas de subjetividad. Una configuración discursiva del amor ya venia daba desde el período clásico; y ya había tenido lugar en Romeo y Julieta, la historia de dos enamorados que atraviesan una frontera de discordia familiar y social para unirse en totalidad. Un tema que ya estaba florecido en la Italia del Renacimiento.
Termina siendo artificioso en el modo de resolverse porque, si bien, Lisandro y Hermia vuelven a fundar su amor, hay una unión que queda forzada por la voluntad divina de Oberòn, rey de las hadas: Demetrio y Elena. Lo curioso es que la historia de Piramo y Tisbe, en Sueño de una noche de verano parece también responder a este modelo en el que se descubren restos de la tragedia griega de tema trágico-amoroso, y del mismo Ovidio en la representación de la obra de las nupcias.
En la obra hay infinitas relaciones que juegan con el tiempo y el espacio para superponerlos como escenas alternas que ocurren en el mismo tiempo, sin poder ser percibidas fácilmente, pero de las cuales quedan restos, o al menos, un resplandor que da el carácter onírico; porque es aquello que no recuerdan los personajes reales al despertar del sueño.
Omar Sisterna
"Jefas del nido" - 2008
Oleo s/madera 100x80 cm

Luis Acebes: Los días del mundo


16/10/09
Sería bueno vaciar el corazón de vez en cuando como quien vacía un cenicero, pensó la mujer mejicana mientras salía de madrugada de The Red Roof Inn., el hotel en el que trabajaba a las afueras de Milford. Pasaban camiones cargados de muebles baratos, trailers negros, espectrales, dioses de la noche surcando el Estado de Connecticut. Sería bueno sacarse el corazón, quitarle la tapa y desparramar toda la mierda en un cubo junto a las cáscaras de huevo y los tampones y las bombillas y las marañas de pelusas que salen de la aspiradora. Lo pensaba con frío, con los brazos muy cruzados junto al pecho protegiendo ese corazón suyo que necesitaba un poco de alivio. Los camiones seguían pasando, la noche se alejaba, quizá hacia otro Estado, quizá a su cama en la ladera de una montaña de cuento, harta ya de todo y con los pies hinchados. Cuando llegó a casa su marido dormía. El cuarto estaba revuelto y olía a mermelada rancia y a alcohol, una vaharada de licor le llegó como un tortazo repentino, como los que le pegaba su padre de niña sin saber por qué. Se desnudó y se metió en la cama. Su marido dormía boca abajo con los brazos abiertos, quedaba poco sitio para ella, en realidad quedaba poco sitio para ella en el mundo, para ella y su corazón sucio, pero le apartó a culetazos y se hizo un pequeño sitio para dormir de lado, mirando a la cómoda estilo canadiense en cuyo espejo pegaba las fotos de sus sobrinas, de su mamá y de toda la gente que quería y que la esperaba en Aguascalientes. Miró las fotos con los ojos muy abiertos, la luz que venía del aparcamiento era suficiente para poder soñar, para ver las caras de las niñas, las casas, el viejo del sombrero en la fiesta, una ranchera llena de flores, una mesa en la que comían doce personas. Fue viniendo el sueño y lo hizo como vino la noche, despacio, sin zapatos, preocupado por no molestar a nadie, como una intuición. Al hacerlo sintió que el corazón se aliviaba. ¿Existiría un cubo de basura imaginario en los sueños, un vertedero de corazones necesitados? La mujer asintió a su pregunta imaginaria, lo hizo con una sonrisa desacostumbrada, una que no recordaba desde hace mucho. Su marido roncaba muy fuerte, estaba en otra dimensión, en un lugar desconocido y lejano al que ella no estaba invitada. Por eso cerró los ojos como el que cierra la tapa de un piano después de haber interpretado con suficiencia una sonata de Schubert, los cerró como la profesora que acaba de corregir todos los exámenes del día siguiente y se quita las gafas y las pliega dulcemente y las deja sobre la resma de hojas alineadas. Mañana sería sábado.

Pablo Espinoza Bardi: Necrospectiva vol. 1


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Pablo Espinoza Bardi (Arica – Chile, 1978). Ingeniero en Administración de Empresas, mencionado en Marketing. Participó en el taller de literatura de la Universidad de Tarapacá, impartido por Daniel Rojas Pachas (2009). En el 2010 participa del grupo literario M.A.L (más allá de las letras), en el mismo año, participa como ponente en el Coloquio Internacional: Lo Fantástico Diverso (Lima – Perú), en donde presenta su primer libro titulado: Necrospectiva Vol.1. Libro que consta de 19 relatos (2006 – 2010) que se mueven en el terreno de la locura, del terror (psicológico), el horror fantástico y del cyberpunk.
Actualmente se encuentra trabajando en su segundo libro: Cuentos de Gore, de Locura y de Muerte, el cual posee dos adelantos impresos en plaquette, de nombre; Demo y St. Vitus Dance.
En Octubre del 2010, forma junto a otros escritores, el colectivo literario; Quijotera.


Candelaria Vidal
"Juicio final"
Oleo s/Tela 100x80 cm

Martín Wilson: Ana


Empieza como termina.


-Podés reunirte con Fernando a las 5 del día jueves? Vio tu trabajo y le gustaría reunirse con vos. Es una entrevista- eso fue lo que dijo Ana, por teléfono, la primera vez que oí su voz.

Conocí a Anabella en una agencia de publicidad. Yo era el nuevo. Me habían tomado como redactor y ella era la secretaria personal del jefe, el DGC (Director General Creativo). El me adoptaría como a un hijo y me daría uno de los mejores trabajos de mi vida.
Con ella no existió ese amor a primera vista, no hubo ese encanto que a veces nos toca, del que oímos hablar, vemos en el cine o leemos en alguna historia. Me resultaba demasiado bonita, muy muñeca, tibia, aburrida y particularmente estúpida.
Jamás se me hubiera pasado por la cabeza que atrás de ese ángel se escondería una hija de remil puta. Una hija de puta de la cual me enamoraría perdidamente. Nunca antes en la vida me había obsesionado así con una chica. Nunca en mi vida sentí tanto por alguien. Siempre eran otros los tan enamorados, los sacados, los obsesionados.
Y pensar que en la agencia, cuando me la cruzaba por los pasillos tan seguido o hablando de trabajo por teléfono, por email, en su escritorio cuando iba a verla o cuando ella venía a mí, no me movía un pelo, no me decía nada, no me atraía en lo más mínimo.
Me acuerdo muy bien del instante en que algo suyo me cacheteó y me atrapó por completo.
Yo sabía que iba a tener un mal día, no sé por qué, pero lo sabía. Lo supe al despertarme, lo sabía camino al trabajo, lo sabía en el tren, en la agencia y lo supe cuando se me cayó la tasa de café en el piso en su oficina. Fue ahí, en ese derrame que ella se arrodilló para ayudarme. Sacó unas servilletas de papel y me ayudó a limpiar el quilombito que había hecho. Juntó los pedazos de la taza rota y volvió a pasar un trapo. En segundos mi desastre ya no existía. Ella me sonrió y me dijo: No te preocupes... ya está...


Dicen que el amor es una reacción química y puramente biológica. Algo muy animal. En el momento menos pensado alguien libera enzimas en el aire, el olfato las capta, el cuerpo las ingiere y como un tiro de noche van a parar bien fuerte en la cabeza. Un punto en el cerebro segrega la felitenamina y la endorfina y es así que eso que se le llama enamoramiento anula una parte del cerebro y te deja pelotudo.

Unos días después, creo que acercándose un viernes, me llamó al interno y me preguntó qué planes tenía para el fin de semana y que si quería quedar con ella. Ella probablemente recibiría amigos en su casa y me invitaba a pasar.
Me pareció bien. Ana ya me gustaba. No sé que era, pero me atraía. Sentía una extraña mezcla de ternura y unas ganas tremendas de coger con ella. Creo que eso es el amor: coger con ternura.

Y la vi ese sábado. Y ese sábado también nos peleamos, y la putié, y la re putié. Pasó que cada tanto alguno/a de sus amigos mencionaba en la conversación un nombre. Pero quién es ese nombre?, le pregunté. Ese nombre es mi novio, dijo.
Fue la primera vez que Ana me vería perder el control. Se lo dije en la calle cuando me bajó a abrir, cuando me quise ir. Hija de puta! Cómo que estás de novia?! Me estás jodiendo?! Yo estoy enamorado de vos flaca… qué novio ni novio, le dije roto, estaba literalmente doblado y roto. Te comiste cualquier viaje, me dijo con su acento educado y cheto que me gustaba, me calentaba y me dolía.
Verla la semana que venía me daba mucha vergüenza, pero seguimos. Había que seguir conviviendo en el trabajo todos los días, ocho nueve diez horas.
Pero me encantaba ir al trabajo. Ir a trabajar era verla a ella, no hablarle para ofenderla, tratar de llamar su atención. Aparentar indiferencia, escribirle mensajes, intentar excitarla, jugar, hacerle cosquillas en el cerebro. Pedirle a amigas que me vengan a visitar para que ella vea que yo estaba bien y con otras y cogiendo. Claro que no podía cogerme a nadie. Yo sólo quería coger con ella.
Pasaron muchas cosas ahí adentro. Además de trabajar, discutíamos, no nos poníamos de acuerdo, nos mirábamos mal, no nos hablábamos, nos odiábamos, nos temíamos. Llegamos incluso a llevarnos bien durante un tiempo. Salíamos a almorzar juntos, nos echábamos a charlar sobre el pasto en la plaza. Café con leche en algún bar. Cerveza en otro bar más tarde.
Yo le hablaba de una chica que no existía y le pedía consejos. Ella accedía, parecía divertirle. Yo buscaba celos, y a veces los sentía. Ella nunca hablaba de nadie.

Ana es y era hermosa. Ana es la mujer más hermosa que vi y tuve cerca en toda mi vida. Tenía ese algo, un magnetismo, un silencio, un secreto muy sensual. Transmitía una cínica frialdad y a su vez olía a sexo, a mucho sexo. Nunca conocí a alguien que despertara tanta atracción en las personas. Era ese tipo de mujer con quien todos querían estar. Audrey Hepburn se parecía a ella. Ana no necesitaba actuar. No era casual que en una reunión o en una fiesta alguien siempre le tuviese reservado un lugar. En un evento o lo que fuere siempre la esperaban impaciente, era una persona con la que simplemente querías estar, hasta llegaba a crear un cierto ánimo de posesión. Era el centro de todas la miradas, incluso las mujeres se daban vuelta para ojearla bien, admiraban su figura, su mirada, su andar, con envidia: le miraban el culo, las tetas chicas y hermosas, su mucho pelo oscuro, largo y ondulado, su cuello aristocrático, sus brazos, el labio de arriba un poco subido, su nariz para arriba, sus orejitas, sus ojos verdes transparentes, su indiferencia, su aura. Todo de ella tenía algo que todos anhelaban. Defectos y rasgos que muchos quisieran tener. La manzana más alta del árbol. Nadie le quitaba el ojo de encima.

Ser mirado puede ser pesado, pensaba yo. Ser seguido por tantos ojos puede doler y llegar a darte ganas incluso de querer desaparecer.

*

Una vez le escribí una carta bastante ofensiva, lo que nos llevó a discutir muy fuerte en el pasillo frente a todos, frente a toda la agencia. Ella lloraba mucho y corrió al baño de mujeres. La seguí, entré, la agarré del brazo, la puse contra la pared, le sujeté la boca y sin pensarlo le di un beso.
Esa fue la primera vez que nos besamos. Porque nos besamos ahí, solos, enojados, mordiéndonos. Tenía la cara húmeda de las lágrimas y los labios muy suaves y carnosos. Parecía gustarle, parecía gustarnos. Algo en nosotros gustaba y sabía muy bien.

*

Gustar y enganchar a Ana fue una de los trabajos más difíciles de mi vida. Fue todo un emprendimiento. Años más tarde llegaría a pensar que si hubiese invertido la misma pasión, ganas, dosis de creatividad, y laburo en un negocio… hoy sería millonario.
Cada acto destinado a ella llevaba atrás todo un análisis de planeamiento estratégico. Sus gustos, sus humores, sus carencias, sus sueños, sus ganas… todo era motivo de estudio para mí.
En ese tiempo leí y aprendí muchísimo.
Durante un mes, cada tarde le mandé por mail un capítulo de una historia que la volvería loca. Ya exhausto de tanta entrega me incliné por una canallada. Adapté la versión original de “El Perfume” de Patrick Suskind a imagen y semejanza de Ana. Pero “El perfume” cuando todavía preservaba su mística, o algo así.
Y cada día ella se deleitaba con un nuevo capítulo del perfumista más famoso de la historia. Estaba fascinada. Un libro de culto inspirado en ella. Las calles de Paris llevaban nombres que la estimulaban, los salones y las comidas le abrían las ganas de comer y de tomar, las doncellas del relato llevaban su nombre, su segundo nombre, su apellido y los nombres de personas que ella quería, y los perfumes los nombres de sus flores preferidas y de las canciones que más le gustaba escuchar.

Me pregunto que habrá pensado unos diez años más tarde, cuando el libro fue llevado al cine.

*

Entrar en ella fue unas de las cosas más lindas que me tocó vivir. Sentía que mi lugar era ahí: adentro de ella. Me acuerdo mucho de ese momento. Caminar desde la avenida habiendo salido de un bar, los dos un poco borrachos, yo más que ella. Yo insistiendo en que teníamos que probarnos, en que teníamos que coger, que nos moríamos de ganas, y que morirnos sin saber lo que podría haber sido no estaba bueno. Ella se excusaba con que demasiada expectativa haría que todo fuese un fracaso.
La convencí, se convenció, ya estábamos a unas cuadras, a unos metros.
Queríamos empezar o terminar con este desastre que habíamos empezado hace mucho.

*

Un cartel: Que? Hotel, de la calle Montañese, a una cuadra de la estación Barrancas de Belgrano. Una puerta chica, una ventana oscura, una voz fría, un precio, unas llaves, una cerveza y una habitación, la 11.
Se quitó la ropa. Yo la miraba sentado desde la cama y ella un poco mareada me bajó el pantalón y se sentó arriba mío.
-Esto querías? Esto querías loquito? -dijo, como resignada
Sos un hijo de puta, me decía. Hijo de puta, me dijo cuando entré por primera vez. 

*

..... Creo que te amo...
El "creo", la duda, fue jodida, pero le seguía el: "te amo"... Eso es lo más lindo que alguien me dijo en la vida, justamente por habérmelo dicho ella. Uno escucha lo que quiere. Tan poco me alcanzaba. Era un perro y ya me tenía domesticado. Creo.

*

Ana todavía vivía con ese nombre. Seguía en pareja y el cambio a mí la asustaba.
Ella lo intuyó: esto nunca va a funcionar, está mal parido desde el principio. El final va a ser como el principio… esto empezó como el culo, a ninguno de los dos nos va a gustar, decía.
Y tenía razón. Terminó muy mal. La atracción que teníamos se transformó en algo muy destructivo. Por un tiempo nos hicimos muy mal. Nos dijimos cosas que no se dicen y que cuando se dicen dejan huellas, marcas feas, sucias.
Hay puertas que a veces es mejor no abrir. Y en malos tiempos uno abre puertas hacia pasillos apagados, oscuros y que cuesta mucho tiempo volver a cerrar.
Ella se quedó sin nada, yo me quedé sin nada.

*

Cuando la conocí los dos habíamos dejado de fumar hacía casi un año. Con el tiempo, ella por su cuenta ya había empezado a fumar un poco, por el estrés en el trabajo, se justificaba. Yo la desaprobaba alentándola a que no los encienda, que sin fumar su piel era más rica. Pero con el tiempo, en nuestros encuentros empecé a acompañarla con uno o dos cigarrillos. Y cuando empezaron las discusiones, los celos, el rechazo, el rencor y las acusaciones, yo empecé a fumar más y más.
Cuando nos dejamos de ver fue ella quien me dejó. Fue ella quien insistió en que no nos podíamos ver más. Ya había otro, yo ni era suplente. Me había dejado sólo... fumando. Creo que me dijo esa misma vez, en que mencionó que se estaba viendo con alguien, que ya no fumaba.

*

Nunca más volví a ver a Ana. Pasaron ya doce años. Muchas veces creí verla, en la calle, en el tren, en una cara lenta, en un auto que pasa más rápido, en un bar, en un café, en cualquier esquina, pero al darse vuelta su involuntaria intérprete me recordaba que posiblemente nunca más nos volveríamos a ver. Llegué hasta el punto de buscarla en google y nada, ningún rastro, en facebook tampoco existía, tampoco la ubiqué en linkedin y sitios de ese tipo.

Me acuerdo que una vez en un café me contó un sueño en el que se despertaba muy tarde por la noche, a eso de la tres y algo de la mañana, y se veía frente al espejo. Su imagen en el espejo se veía fuera de foco, más bien borrosa, como si poco a poco empezase a desaparecer, a dejar de existir acá, de este lado.
De este lado?, le pregunté. No entendía lo de este lado.
-A veces tengo miedo de quedarme atrapada del otro lado del espejo y no poder volver- dijo.


Terminamos como empezamos, sin existir.




Fernanda Zentner

Federico Rodríguez: La reinserción de Emilio Traslaviña


A cierta edad los chicos se enamoran de las armas de fuego más espontáneamente que de las mujeres. A algunos hombres – siempre violentos para amar – les ocurre de mayores, máxime si los negocios íntimos no andan muy católicos. Tal fue el caso de Emilio Traslaviña, herrero de yeguas y caballos, quien, sin sospecharlo, se transformó de un pobre hombre al que le faltaban agallas para usar la violencia contra nada que no sea su yunque (un pasivo lector del diario de la tarde, un aficionado inofensivo de las armas, un asesino de latitas), en uno de esos psicópatas para quienes nada se interpone entre el deseo y la acción.
Una noche se desnudó con su novia y llevó una botella de pisco peruano a la cama. El lecho estaba cubierto con telas multicolores y perfumado con mirra. Pero estaba tan ebrio que no pudo consumar. Culpó a la mujer por su impotencia – por no ser bonita y gorda, como las mozas que persiguen los enamorados – y se enfureció. Le pidió a la fémina, de mala manera, que lo ayude. ¡Y con la boca!, puntualizó, mientras dejaba ver el extremo de su arma.
- La he besado hace un momento – respondió la mujer. Y sin estar intimidada, lo despreció diciéndole que acariciarlo en ese estado le resultaba algo impuro y frío como tocar el cadáver de un reptil.
Emilio Traslaviña, con su voz vinosa y acarnerada, endemoniado se maldecía por tener una mujer más amarga que el ajenjo. Traslaviña abrió sus piernas y la violó con el caño de una de sus Colts.

Meses tardaron en encerrarlo porque los investigadores no se ponían de acuerdo si sólo los ginecólogos debían revisar a la muchacha, o si balística también tendría que participar.
Hace unos días me encontré a Emilio Traslaviña en un cabaret. Está flaco y silencioso.
¿Abrazará los pechos de una extraña? ¿Beberá el vino de la violencia? En la savia negra de sus huesos o en su corazón tortuoso: ¿escuchará, una y otra vez, el llanto de la china después de que apretó accidentalmente el gatillo en la matriz, y voló el carancho de la desgracia, desgarrándole en el abdomen un boquete de salida rojo de la magnitud de un puño?
- Yo tenía lepra en la cabeza y no lo sabía, era un libertino y un borracho, pero cumplí mi condena y ahora, de a poco, me estoy reinsertando, Federico. 
Yo, por si acaso, no le doy la espalda ni en la iglesia.

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Federico M. Rodríguez (5/1/79, Buenos Aires) es docente y estudiante de literatura. Creció en Tierra del Fuego. Hace unos años reside en La Plata. Actualmente se encuentra buscando una editorial para publicar su primer libro “Senderos de ovejas”. Será un libro de cuentos de aventuras que transcurren en Tierra del Fuego entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.
Contacto: federo23@hotmail.com

Pablo Damián Perez: Diagnóstico

herrumbre               yo
crepitante              hundido
               autófago

ventral
yo
sin
escamas

              ... casi un relicario

lacustre yo           segunda piel
                 tan piel como mugre


osamenta                absentista

                 cartílago   
                                   y agua

                   catéter
                      yo
      en recónditos adentros


manchado
       pisoteado
               tonto de amor

egotista

s o r b o
          a  s o r b o

desengaño

en    puntas    de        pie
              
           sorbete yo

periférico                         yo.



Planos

Seguidilla de puntos blancos, más los géneros revueltos
Las cenizas de los cigarrillos, cuales tan grande nube hicieron,
Pasan las agujas del tiempo, acompañadas por el sueño muevo,
La nueva noche aplaude para volver a empezar, más el termino no lo encuentro.

La noche me sorprendió con ilusiones incestuosas, perturbando mi sueño.

Ámame y; deja que recorra tu cuerpo hasta enloquecer.
Llévame a la locura de los huesos; sin razón arrepentir.
Ayúdame en este deseo, y a detonar.
Alcánzame en mi punto, sin desistir a correr.


Que esta enajenación me lleve al fin.

Ahora distingo lo negro de lo blanco.
Largamente veo los desiertos.
Ahí se agita mi razón humana; y el tiempo.
Perfecto escucho mi eco; que es tu mismo eco.

Nadie más habla de vos.

¿Prohibición?
¿Incesto?
¿Adicción?
¿Realidad o Ficción?

Yo siento tu provocación al deseo; más allá de la locura.

Nuestras gotas, recorren el cuerpo.
Mis ropas en el suelo buscan huir.
Tus ojos miran el vicio del incesto.
Sus semillas siembran la pasión.

Los luceros de la ventana nos muestran a Véspero, la estrella de la tarde.

Si no escribiría esto, se me borrarían tus ojos viejos.
Si tus ojos no fueran de hielo, abandonaría la vigilia por este sueño.
Si este sueño no fuese parte del tiempo, tendría la eternidad del pensamiento.
Si yo no me alejara de lo más sincero, estaría más cerca de lo verdadero.

Despertaría, pero al abandonarte ya estoy más cerca del suelo.

Dido confunde el fatum de Eneas,
Dante pretende acariciar a Beatriz,
Romeo y Julieta cargan con una culpa que no cometieron,
El ingenioso Hidalgo ruega no abandonar la locura, para seguir amando a su Dulcinea.


La literatura es lo que tiene como arte la ensoñación de las palabras.
Y así, nuestros cuerpos seguirán sin conocerse en el plano de lo real.

Don Cósimo: Los méndigos a sus mugres


Pobres mendigos dormitan en medio del tráfico de la sociedad mendocina, esta noche puede ser la última o la primera del resto de vida que les queda. Cuántas horas faltan todavía para que el sol de la mañana caliente las cobijas fragosas, cuánto vino malo hará falta para adormecer sus cuerpos tullidos antes que la escarcha de la mañana los sorprenda, cuánto más hastío hará falta para que definitivamente la muerte haga su trabajo.
Desprendidos de la historia y alagados con la fantasía popular que supone a un millonario, un actor o un exiguo científico en cada linyera que golpea la puerta, estos desgraciados no entran en las categorías sociológicas más que como un subgrupo marginado del sistema productivo, inactivos sin hogar, sin profesión, sin ascendencias ni descendencias, que no buscan trabajo ni reciben planes sociales, y que efectivamente no emitieron su voto en las últimas elecciones. Homeless, desclasados, sin techo, descalzados, sin vento, hambreados y harapientos.
Con su carácter ultra-ultrajado, durmiendo desmayados en los cajeros electrónicos, en las puertas siempre cerradas de las iglesias, en los bancos de las plazas y de las calles, esos seres sin nombre ni lugar, sin memoria ni futuro están ahora agonizando sus calores sobre las anchas avenidas de las ciudad, a orillas de los canales, debajo de un puente, o quizás en medio de los cañaverales.
La literatura los ha adoptado como mascotas entrañables, siempre fieles a sí mismos, respetuosos y sin honorarios. Simpáticos personajes nocturnos, entre misóginos y alegres, burlescos y demoníacos, ellos completan las historias fantásticas con escenas recortadas de su devenir cotidiano y de su hábitat subterráneo. Quiénes son sino esos seres mitológicos de los cuentos urbanos que aparecen y desaparecen de la escena -mientras una chica rubia sube a un taxi u otra morocha con un lunar encima de la boca cruza las piernas-, que pasan lentamente con sus harapos y sus eternas bolsas del supermercado, mugrientos y hediondos, sin que nadie se percate de ellos.
Los que escribimos esos cuentos urbanos, donde una chica sube a un taxi o tiene un lunar encima de la boca, nos creemos vagabundos de la noche y de la literatura porque hemos recorrido las calles en invierno tanto como en verano, y sin buscar demasiado hemos conectado dos o tres palabras con estos seres extraviados del universo, y ellos nos han dejado sus legados grabados para siempre. Para recompensar sus migajas de existencia, les hemos dedicado al pasar dos o tres líneas de nuestros relatos noctívagos, como decorativos, como testigos de un crimen innombrable.
En la mitad de nuestra neblina intelectual y de su miseria offside, al borde de todo y sin nada que perder, le hemos convidado con un cigarrillo y un trago de alcohol. Ante su lisergia bucólica hemos festejado y delirado con su locura inmunda, burlándonos del mundo que gira estúpidamente. Desafiando la ética de la razón consumista y barata, nos hemos envenenado con sus licores de sobriedad extrema, dejándonos llevar más allá de las conductas y de los márgenes.
Descolgándonos del hemisferio izquierdo de la “verdad humana”, mofándonos del tótem de la cultura occidental y de ese homo politucus insaciable que nos domina, los literatos y los roñosos nos hemos prometido una hermandad mentirosa y efímera, para volver después de cada noche trashumante, los poetas a sus musas y los mendigos a sus mugres.

[ Publicado originalmente en Desvío Cósmico ]