menucito

Poesía: Raúl Alonso Serodino

Faceless | number 02 Art Print
by FAMOUS WHEN DEAD

“Nuestro padre ha muerto “.
La voz sombría que incrusta
el dolor y lo hace cierto
resuena en mi memoria.  Y, justa,

la mañana se hace noche
para siempre.  Mi infancia será lejos,
mis horas pasarán en un derroche
de deseo de vino y de consejo.

Esta sentencia del destino
estará sumergida en tus amadas
páginas de la historia.  La abreviada
noche atestigua tu partida.
Las calles del Dock, la sudestada,
tu anarquía infantil, tu despedida.


[Sobre el autor]

Nací en Mar del Plata, en 1963.  La administración me permitió comer y la literatura me permitió vivir. Desde siempre he escrito, fundamentalmente cuentos y poesía.   Creo que antes de finalizar el año tendré terminada mi primera novela.   También tengo algunas canciones ya que ejecuto piano y guitarra. Luego de vivir algún tiempo en Madrid, regresé con la intención de, por fin, poder publicar.

[Contacto]
Mail: raulralonso@gmail.com
Twitter: @raulralonso
Facebook: www.facebook.com/raul.r.alonso

El amor y el espanto

Warnes, una obra del colectivo teatral El Arenal, conmueve mostrándonos con inteligencia, humor y desenfado los secretos turbios que se esconden detrás de la amistad de tres mecánicos de barrio. 

Por Cristian Franco


Biela carter pistón cigüeñal carburador: palabras que para la mayoría de los simples mortales son lejanos y brumosos jeroglíficos de un culto secreto. Los pequeños templos donde ese vocabulario cobra sentido están ahí, en cualquier barrio, cerquita, herméticos. Ignoramos sus dioses y sus mandamientos, desconocemos la cadencia de sus plegarias, las minucias de su liturgia grasienta. El taller mecánico es quizás uno de los pocos lugares que van quedando donde los profanos tendríamos que tener el cuidado de persignarnos antes de entrar. Y de rodillas.

Para asistir a Warnes hay que atravesar primero esa tierra sagrada; pisamos el templo, nos cruzamos con los oficiantes concentrados en su trabajo. El taller —herramientas, grasa, estanterías, repuestos, mate, mugre— es la escena mínima donde todo va a ocurrir. Para el Vasco, el Loro y el Bocha el taller es su único refugio. Afuera están las frustraciones, las pequeñas mentiras, los enemigos íntimos. Adentro son ellos los que mandan. Adentro está la amistad macha y juguetona, el disfrute radiante del trabajo en común, la tibia seguridad del nido donde todo está bajo su control. 

Al principio nos quieren hacer creer que nos vamos a encontrar con una acción meramente realista o costumbrista. Por suerte hay pequeñas fisuras que van a hacer que la escena mute y estalle en espejismos, delirios, simulacros. En Warnes (en la vida) nada es lo que parece. De a poco nos vamos a ir dando cuenta de que no hay palabra inocente, no hay gesto que no tenga su reverso pegajoso y tóxico. En el interior de ese reducto —típico ecosistema de una especie en irreversible extinción: el "macho argentino"— duermen secretos donde se entreveran con turbiedad la carne y el metal, el deseo y la máquina. Si de algo se trata Warnes es de cómo esa áspera simbiosis puede empezar a hervir hasta que los secretos despiertan y muestran sus dientes.

Escribió Sartre: El hombre es eso que hace con lo que hicieron de él. ¿Y cuando lo que nos hicieron vuelve y se hace presente, se hace llaga de nuevo? Capaz que no podemos sostener eso que pudimos hacer con lo que hicieron de nosotros. Capaz que descubrimos que solo somos eso que nos hicieron y no lo que torpemente pudimos hacer. Entonces algo se quiebra, algo se desarma. En esa hermandad carnal de los tres mecánicos, eso que los une también los envenena.

Sabemos que cuando el pasado se hace presente siempre tiene algo de repugnante. En Warnes el pasado que vuelve tiene nombre: Clausen. Cuando él llegue va a empezar la fiesta. Van a aparecer las máscaras (enmascararse es la única manera de purificarse y mostrar un rostro verdadero). Clausen, que es el pasado y es la muerte y es lo inmundo y la nostalgia y la adolescencia y el amor, llega para despedirse. El Bocha, el Vasco y el Loro tienen preparada para él —su profe, su compinche, su guía y mentor— la máquina que lo va a ayudar a cumplir un último deseo. Con cariño, pieza por pieza, la armaron para entregarla como una tierna y recia ofrenda ritual. Pero cuando la fiesta llegue a su clímax y las máscaras y el alcohol hayan hecho su trabajo, todas las caretas van a caer y lo tierno y lo aborrecible van a ser una y la misma cosa.

Hay mucho más para decir de una obra que hace uso de recursos múltiples —los elementos del taller se transforman para acoplarse a la acción dramática, la música aparece cortando y reemplazando el fluir de la trama— para arrastrarnos a un carnaval donde el humor y el drama unidos con pericia nos tejen nudos en la garganta. Por momentos realista y contenida, por momentos, onírica y desaforada, Warnes corre el riesgo de poner en escena un tema difícil y tabú de una manera que busca salirse de los códigos tradicionales para así perturbar mejor nuestras conciencias.

En definitiva, si la historia del Bocha, el Loro y el Vasco nos interpela y nos conmueve, es porque todos no deseamos en realidad más que una sola cosa, sencilla y ardua: que nos traten suavemente…

[Funciones]

Martes y Jueves 20:30 hs.
Club Cultural Matienzo - Pringles 1249, CABA.
Entradas: general $50 / estudiantes y jubilados $35
Reservas: teatro@ccmatienzo.com.ar 

Linkoteca: El globo

    

[Sobre la revista]

El Globo fue el teatro de Shakespeare, y también un vehículo de espionaje durante la Guerra del Paraguay. El Globo es ese receptáculo colorido, elástico, volátil, susceptible de pincharse, escaparse o tomar forma de flor. Esta revista no se trata de nada de eso. 

El Globo es la revista de la literatura invisible. Literatura que existe en los lugares más cotidianos, en cuadernos, márgenes, servilletas, pero que raramente ve la luz. El Globo se propone atraparla en todas sus formas, géneros y orígenes, y visibilizar, entre tapa y contratapa, algo invaluable que permanecía oculto: literatura que pincha y que corta. 

[Contacto]

Cuerpos en la lluvia

Luego de un prometedor EP y varias presentaciones en vivo, por fin llega Antes del desmayo, el disco debut de Barco, producido por Javier Szyfer, integrante de Ministerio de Energía, banda con la que comparten más de una hermandad sonora. 

Por Nahuel Ugazio

ANTES DEL DESMAYO cover artDesde el primer segundo de escucha, la intención musical queda bien en claro: los siete temas que componen Antes del desmayo navegan por los mares de un pop maduro, con toques funk, baterías electrónicas y un colchón sonoro digno de los 80s. No sería raro que nos recuerde al primer Soda, tanto como al Virus de Superficies de placer (1987), o al Charly de Clics Modernos (1983).

A pesar de que los sintetizadores son la premisa del sonido, Barco no le resta importancia a la guitarra, siempre presente para marcar el ritmo y darle el toque funk, y por momentos, aportar un grado de oscuridad.

La voz de Alejandro Álvarez es un intrumento más que con una tonalidad suave, casi susurrante encaja perfectamente en ese rompecabezas sonoro. Canciones con el tempo justo y moderado, sin sobreproducción ni adulaciones.

Cuerpo, agua, y baile son temas recurrentes en la lírica. En la que también juegan con escenarios surrealistas y aires de melancolía. Esta idea queda bien en claro en las primeras líneas de “Sobre la superficie” track que abre el disco: “Hay un diluvio encima de tu cuerpo, descubres en tus ojos ventanas para el sol.”

El cuerpo y la lluvia siguen presentes en “El no lugar”, (“para mi tu cuerpo nunca está de más”) y Orbita (“Dónde vas? La lluvia está cayendo rosa”). “Antes del desmayo”, el tema que le da nombre a la placa, se presenta como lo mejor de la obra. Tanto lirica como musicalmente, es su canción más completa. En ella cantan: “No creo en la casualidad” y es verdad, nada es casual en este disco. Los chicos de Barco saben bien lo que hacen, y lo encaran con soltura y comodidad. 

Ojos ciegos bien abiertos

Moviéndose en dos paradigmas bien distintos como lo pueden ser el hostigamiento a una mucama y el asesinato a Mariano Ferreyra, Parpadeá, si me escuchás denuncia las irregularidades del mundo laboral y remarca la importancia de la organización entre los trabajadores.

Por Nicolás Gallardo

Esperando a que el reloj marcara las 17 hs. el domingo en el teatro Paraje Artesón, el análisis del público que estaba por ver la nueva obra del grupo Morena Cantero Jrs. resultaba ineludible: remeras anunciando que el militante asesinado del Partido Obrero (PO), Mariano Ferreyra, sigue presente o prendedores con su ya inconfundible grafitti eran parte del atuendo de más de la mitad de las personas que esperábamos para ver Parpadeá, si me escuchás. Todos los allí presentes sabíamos que estábamos a punto de rememorar gran parte de los sucesos ocurridos aquel 20 de octubre en la estación Avellaneda del Ferrocarril ex línea Roca, pero lo que más intrigaba era saber cómo iban a terminar siendo abordados.

Una vez en la sala nos encontramos con una escenografía inesperada. Resulta complicado dilucidar si estamos en el lugar correcto al ver una bola de cristal que arroja haces de luz de diferentes colores, por ejemplo; o cuando la primera actriz aparece en escena vestida como pitonisa, más dispuesta quizás a tirarnos las cartas que a contarnos lo que vinimos a presenciar. De todas maneras, al oír el tema principal de la película El Padrino, nos damos cuenta de que no nos equivocamos de teatro y escucharemos la historia de una mafia. La temática ferroviaria comenzará a emerger cuando distintos espíritus hablen a través de Aschira, la mencionada mujer, y quienes tienen contacto con ella. 

El elenco se luce con su polivalencia actoral, dado que no siempre serán poseídos por las mismas fuerzas. La mucama de Aschira, María Luisa, será simultáneamente tanto la madre de Mariano como también una compañera del PO; lo que ya se suma a su papel de ama de llaves. Gracias a estas intervenciones escucharemos testimonios que ayudan a conocer la persona que fue Mariano en su infancia y adolescencia. Un joven afiliado a la temprana edad de los 13 años que, aunque tuvo novias y amigos que no apoyaban su militancia porque “no parecía aportar ningún beneficio aparente”, siempre sostuvo hasta el último aliento la cosmovisión del mundo que adquirió por pertenecer a un partido laborista y la necesidad de sobrevivir para seguir luchando que inculcaba a sus compañeros.

Si bien en una primera instancia el panorama puede llevarnos a pensar que los dueños de esta casa no son los destinatarios originales del mensaje, nos percatamos de lo oportuno que resulta cuando conocemos a Atilio (esposo de Aschira), quien tiene contratadas tanto a la mucama como a una cadeta, y las trata con autoritarismo y desprecio. Desde ese momento no resultará complicado para el espectador descifrar quién de ellos representará, en la próxima transmigración de almas, al grupo de militantes/tercerizados y  quién a los dirigentes de la Unión Ferroviaria.

Sin embargo los espíritus interpretados por Ariel Aguirre y Pablo Blanco –entre otros- harán hasta lo imposible para que los residentes del hogar no puedan hacer oídos sordos. Disfrazados de personajes épicos como Teseo o el Minotauro, pareciera que la metáfora consiste en desplazar el hilo guía de Ariadna por ese intrincado laberinto que puede llegar a ser la precarización laboral.

La obra dirigida por Luciana Morcillo e Iván Moschner busca, tomando la figura paradigmática de Mariano Ferreyra, echar luz sobre las injusticias que sufren cotidianamente todo tipo de trabajadores y moviliza a agruparse para luchar contra ellas. Con actuaciones y registros sonoros que recrean el asesinato en forma conmovedora, Parpadeá, si me escuchás da cuenta de que crímenes como éste no deben quedar impunes y que sólo será posible conseguir justicia si tenemos los ojos bien abiertos.

[Funciones]
Parpadeá, si me escuchás se presenta los domingos a las 17 hs. en el teatro Paraje Artesón (Palestina 919) con entradas generales a $50.

Narrativa: Zamba

por María Florencia Giménez

PLAY! Art Print
by Silvia Bolognesi
Me acuerdo de algunos viernes, en verano, cuando la tierra estaba húmeda. Subía a la máquina, en la parte de atrás. Papá la ponía en marcha y los pajaritos se empezaban a amontonar tras su paso, tratando de agarrar todas las lombrices que la rastra iba removiendo. Creo que desde ese lugar preferencial aprendí que hay pájaros de todos los colores: azules, verdes, marrones, negros, rojizos. 
A veces me distraía un poco, y la abuela decía que eso era peligroso. Ella me pedía que me agarrara fuerte. Yo lo hacía cada vez que me acordaba. Otras veces, me dedicaba a contar cuántas lombrices pegaban saltos y eran cazadas. Pero me terminaba encorvando algo más de lo que debía. Menos mal que desde ahí se veía la casa. La abuela me miraba, abriendo la boca muy grande, para silabear a-ga-rra-te mientras amontonaba parte de la cortina con el puño de la mano. Papá no se daba cuenta de lo que pasaba, él iba adelante, yendo y viniendo en zig zag, mirando los cerros. Siempre nos movíamos más lento cuando estábamos de frente al Aconquija. En cambio, cuando teníamos que girar hacia la ruta, ahí lo hacíamos rápido. Entonces tenía que sujetarme bien fuerte, se me acalambraban un poco las palmas de las manos y algún que otro mosquito tenía la suerte de picarme e irse volando despacito. 
Las últimas veces ya había aprendido a ponerme algo de tierra seca en los brazos, porque a los mosquitos no les gustaba posarse sobre mi piel cuando estaba con polvillo. Zequi fue el que me enseñó esa trampa, porque cuando él se cansaba de ladrarles se iba a rechinar al charco de barro. Volvía después muy contento, corriendo y ya no lo molestaban más. Se ponía también a cazar las lombrices, yo lo dejaba un ratito, después ¡Shú shú, juera! Porque me espantaba los pájaros y así no tenía gracia. 
Me quedaba ahí toda la mañana. Hasta que la abuela salía a la puerta con la cuchara de madera y la hacía sonar contra la regadera. Ése era el llamado a almorzar. Zequi siempre estaba sentado de antemano al lado de ella, esperando que hiciera el ruido, para también acompañarlo con ladridos. A mí me gustaba, una vez que la veía de espaldas, saltar desde la chapa y hundir los pies en la tierra. Después corría rápido porque papá me retaba y no quería que me gritara muy de cerca. 
Mamá llegaba cuando ya todos estábamos sentados a la mesa. Estiraba el delantal de maestra y lo dejaba colgando en la ventana de la habitación. Me encantaba cuando la abuela hacía humita, yo le pedía que le pusiera un poquito de azúcar a la mía. 
Después de comer todos se iban a dormir a la siesta, Zequi también. Yo me quedaba despierta y aprovechaba para irme en bici campo adentro. Allí me disponía a bailar. O al menos intentar bailar zambas como hacía mamá. No me animaba a robarle el pañuelo y usaba en su lugar una hoja ancha de ficus. Me reía sola porque no me salían bien los movimientos, todavía los sentía extraños a mi cuerpo. De a poco iba dejando que la brisa me hiciera dar vueltas hasta caer en el pasto. Hasta un ratito antes de que se hicieran las tres. Entonces ya tenía que volver rápido para acostarme. Así, en casa todos pensarían que yo también había dormido la siesta. 

Venían a despertarme cuando eran casi las cuatro, para merendar. La abuela hacía tortillas y compraba la leche recién ordeñada. Mamá después me tomaba lección y me enseñaba cosas nuevas. 
La noche era fresca, a veces teníamos visitas en casa. Traían empanadas, tomaban vino y  tocaban alguna zambita. Mi tío tocaba la guitarra, papá el bombo y mamá cantaba, con la voz dulce, eres la tempranera, niña primera, amanecida flor, suave rosa galana. De a poco empezaba a sonreírme, con las mejillas rellenitas de orgullo, la más bonita tucumana. 
Papá, que no solía cantar, empezó Al bailar esta zamba fue así la invitó a bailar con su pañuelo a mamá, que rendido te amé. Los miraba, la veía a ella y me daba cuenta de que yo no podía todavía hacerlo así. Me faltaba mi compañero. Mía ya te sabía, cuando por fin te coroné. Sonreían entre ellos y después me espiaban. 
Más tarde mamá me llevaba de la mano hasta la cama. Mirábamos por la ventana, a ver si a través de las copas de los nogales se veía la luna. Lunita, lunera, la saludábamos. Y después me regalaba un beso en la frente y me decía que esa música la iba a llevar siempre en mi voz, porque éramos nosotras. Me sonreía suave y corría la cortina que hacía las veces de puerta, apagando así la luz de mi cuarto. De a poco escuchaba cómo las voces, la música y el crujir de los vasos se hacían más tenues, me iban arrullando.
Siempre recordaba esos días cuando salía de viaje, lejos también de la ciudad. Me había ido del campo, buscando más oportunidades. Pero cada vez que subía a la ruta, ya estaba de vuelta en el amarillo, el verde y el marrón, los colores de mi tierra. Esta vez íbamos camino del sur, en un viaje de largas horas. Yo me iba con el  té de manzanilla a la parte de atrás de la camioneta y me quedaba con la cabeza apoyada en la ventana. Un día de éstos, cuando termine la gira, voy a ir a visitar a mamá al campo. 
La noche iba avanzando, la sentía en el frío de la ventana y un poco en los pies. Me levanté a buscar una de las camperas para abrigarme. Estaban todos guitarreando adelante, no se daban cuenta de mi silencio. Quizás por estar tan acostumbrados a escucharme cantar. La vocecita dulce como la de la mamá decía el tío José. Sonreía al pensar en esas noches con la luna más grande de nuestro país. Fui rápido por la campera de Mauricio y volví a mi asiento. Él estaba tocando el acordeón, no le iba a dar frío. Y si le agarraba, que viniera a buscarme a mí.
Desperté cuando ya era la segunda mañana, Mauricio no estaba a mi lado y se escuchaban  voces que venían de adelante. Me estiré la ropa, el pelo negro recogido. Y caminé por el pasillo despacio, bostezando al llegar hasta ellos. Me miraron todos, menos él que estaba cebando los mates con cuidado. Ahí ta la chinita. Siéntese, mija. Me decía el tío José. Mauricio levantó la mirada, en silencio y le pedí que me pasara la guitarra. Le canté Como un pájaro libre, de libre vuelo, como un pájaro libre, así te quiero. Él siguió quieto, callado, dudando. Yo trataba de despertarle los ojos con mi voz, los míos ya no querían acobardarse más. Dejé de cantar, me puse a tararear, hasta que por fin se levantó diciendo: ¿Tamo bien con el tiempo, qué no, José? Vamo a parar esta noche en un restorán bien bonito. Todos aprobamos la propuesta. Después, el tío José y mis primos me miraron, cómplices con su silencio, se había dejado entrever su vergüenza. Hice sonar más fuerte la guitarra, ¡Esa, una chacarera doble, mija!  
La gira la habíamos empezado algunas cuántas semanas atrás, y nos quedaban todavía unos meses más. Habíamos por fin tenido suerte con un disco hecho a pulmón con el tío y mis primos. De boca en boca y de radio en radio, de a poquito nos fuimos haciendo un lugar en las peñas y de ahí, a los teatros municipales. Decía el tío José que la mamá había sido bien bruja por haberme hecho cantar desde chiquita. Andábamos descubriendo nuevas ciudades, en el centro, oeste y sur. 
El norte lo íbamos cargando nosotros. Y el este lo trajo a Mauricio. Lo conocí en una peña en Paraná, pero él era de Paso de los libres. Tocaba el acordeón, chamamé desparramaba por todo el litoral. Sapucay y lo quise para mí. Nos dijo que una gira entera nos podría acompañar, después se tendría que volver. Necesitaba su tierra, se sentía libre, pero quería estar allí. 
El tío José me contó después que Mauricio le tenía miedo, o más bien algo de recelo, a confiar en el amor de una mujer. Quizás por la triste historia de la que había sido testigo con su padre, o por el engaño del que él había sido víctima algunos años atrás. Desde entonces había empezado a tocar chamamé orillero, esa mezcla rara entre chamamé y tango. La música lo obsesionó, y así se fue perfeccionando, hasta empezar a recibir invitaciones de casi todas las peñas en el litoral. Fue eligiendo a cuales ir a tocar, desoyendo consejos, porque no quería dejarse llevar por nada. Solo él era el dueño de su destino. Yo no conocía aún ese silencio.
Eligieron un restorán de la ruta, con las cortinas a cuadros y algunas mesas afuera. Entraron despacio, palmas y salió un hombre para darnos la bienvenida. Le traemos música, compay, ¿habrá unas buenas presitas para nosotros? La sonrisa del hombre fue instantánea y llamó a la hija para que nos preparara la mesa y las bebidas. El tío José fue hasta la parrilla a ver la carne. Con mis primos nos fuimos sentando, Mauricio tardó en llegar porque fue trayendo algunos instrumentos. Lo quise seguir pero mejor depué, depué, cuando toque bailar una zambita. 
Casi no probé la comida. Quería estar ligera para él, pero cuando empezaron a tocar chamamé y bailecito parecía que Mauricio se olvidaba de la invitación. Corrí a la camioneta, tomé mi violín y los interrumpí en un silencio coplero. Toqué una zamba, para que me mirara, también la canté, y por último sonreí, para que se animaran a tocar otrita y hacernos el espacio para bailar. Iba a ser nuestra primera zamba, estaba nerviosa, como nunca antes.
La hija del dueño estaba apoyada en el mostrador cuando empezamos a bailar. Si es dulce como esa niña. Tenía la misma cara y los mismos gestos que yo cuando era chica. El tío José le hacía señas para que nos mirara los pies y los brazos. Ella no le hacía caso, estaba prendida al aire de los pañuelos, siguiéndoles el recorrido entre nosotros. Viendo cómo se enroscaban, los liberábamos y ellos se extendían. Eran pájaros, de distintos colores, el mío era carmín y el de él, azul. Y airosa cuando la bailan. Mauricio me miraba con los ojos secos, y yo le contorneaba la piel de mis párpados y de mis hombros. El violín nos hacía girar con movimientos repentinos, después, suave, arremolinaba el pañuelo en mi pecho. Si te gana el corazón. Él me perseguía y yo le acercaba apenas la punta de mis pies y de mis brazos. Cuando estaba empezando a callar la zamba, nos acercamos, con el torso enfrentado y él dejó que los pañuelos cayeran entre nosotros, desde las manos hasta el pecho. Esa zamba es tucumana. Finalmente fue silencio, y se animó a susurrarme en el oído que a la noche iría por mí otra vez. La niña se subió de un envión al mostrador, sonriente porque ella había sido la primera en darse cuenta: no era sólo un baile.
Después ellos se quedaron guitarreando, yo charlé un ratito con la pequeña, que había quedado fascinada con el baile. Le regalé mi pañuelo, para que practiqués en las tardecitas, con un chico que te guste. Y me fui a la camioneta.
En la madrugada sentí un brazo sobre mis hombros. Era Mauricio, sonriéndome, con un poco de aliento a vino y las yemas de los dedos algo aplastadas. Me chistó para no despertarme del todo. Me susurraba unas lindas coplitas, bien pícaras, de ésas en las que hay que tener la palma de la mano cerca para que no se noten las risas. Ahí me di cuenta. No me quería dormida a mí, quería que el resto lo estuviera, para que nosotros fuésemos los únicos despiertos, y en movimiento. Lo separé. Vaivén: él va y me dice ven, en la parte de atrás de la camioneta, como dos adolescentes. 
¿Me bailás otra zambita si yo te la recito? Y empezó: Si es redondita y jugosa, separaba la tela de mi pollera, de mi camisa, para hacerle espacio a sus manos, lo mismo que una naranja, me daba escalofríos, la piel se volvía como la cáscara del cítrico, si es noche cerrada el pelo y me desprendía la hebilla. En seguida volvía a mi cuerpo, tenía las puntas ásperas de algunos dedos. Después de recorrerme, finalmente me daba la razón: esta moza es tucumana. Yo me movía despacito, sobre sus piernas. Él iba, al respaldo del asiento y yo volvía. Éramos el silencio, lo suave, y nos quedábamos así, prendidos del cuerpo. La zamba es como un camino, distancia por dentro, destino de andar, enamorando pañuelos... le susurré cuando ya estábamos con el aliento aliviado, un momento antes de quedarnos dormidos.
El resto de los días Mauricio siguió comportándose igual. Era un diurno silencio. En las peñas había algunas miradas cómplices, relajadas cuando tocábamos. Yo cantaba sin mirarlo y cerraba los ojos cuando era una zamba. Sólo teníamos las noches para hacerlas intensas. Las últimas veces ya ni siquiera nos importaba si alguno de mis primos o mi tío estaban despiertos. Era el momento en el que por fin Mauricio se dejaba ser. Y lo hacía solamente conmigo. Pero nunca me habló de su pasado, ni de sus miedos. Me sentía intrigada y quería seguir sintiéndome así, por eso no le preguntaba, por eso acallaba todos mis impulsos cuando estábamos bajo el sol. Para que después él me buscara en la madrugada. 
De a poco fueron pasando las semanas. Primero cuatro, como siempre, luego fueron seis, ocho, y hasta once. Me miraba la panza, todavía no se notaba. Pero no sabía qué hacer, tenía miedo, quizás él también. Pensé que lo mejor podía ser esperar hasta el último día para contarle, faltaba poco tiempo. 
Las últimas noches yo había estado muy quisquillosa según Mauricio. Y eso no le gustaba, me pedía que no lo dejara solo por la noche, que necesitaba su zambita. Pero ya no me recitaba y yo le hablaba poco. Ese domingo fui todavía más cuidadosa con las palabras que elegí para revelarle lo que me estaba pasando. Me miró con los ojos húmedos, como nunca lo había hecho. Dijo que estábamos muy lejos, los dos asentados en nuestras tierras. Pero teníamos la música para hacerla llegar. ¿Como las sombras del pañuelo, le va anudando distancias? Le pregunté, cantándole esos versos, para que no se sintiera con culpa. Mauricio sin embargo completó la letra: si te consuela y te miente, esa zamba es tucumana. Entonces mis ojos también estuvieron húmedos. Levantamos la sonrisa, pero de un solo lado, porque no sabíamos muy bien qué hacer. Fuimos dejando la vista perdida entre las sombras de los árboles que se veían a través de la ventana. Luego su mano me cubrió con todos los dedos el vientre. La mía apretaba bien fuerte un pañuelo, sobre su pecho. 
Ese jueves fue la última peña, estuvimos en Bahía Blanca. El tío José trataba de convencer a Mauricio para que después viniera con nosotros, y le dejaron la dirección de mi casa en Famaillá. Pero entre burlas y despistes él se encargaba de dejar en claro que se volvía a Corrientes. Apenas podía contestarles, tenía la voz quebrada, o más bien, acobardada. Nosotros no hablamos, tampoco nos miramos, él solamente giraba para buscarme la panza y volteaba la vista hacia otro lado, mordiéndose las uñas. Después se acercó al tío José, le proponía una zamba que no teníamos pensado interpretar. Le pidió que la tocaran ellos, para bailarla conmigo. 
Empezó a sonar la tempranera. Nuestros pañuelos iban lentos, suaves, tristes, como la zamba. Lloro amargamente, aquel romance adolescente. Cerraba los ojos, me dejaba llevar por el recuerdo de esa primera noche en la camioneta. Los volvía a abrir y él seguía ahí, tratando vanamente de perseguirme. Dura tristeza oscura, gentil amor que no supe retener. Me escapaba, girando alrededor de él, para que me tomara por la cintura y me dijera Oye, paloma mía, esta tristísima elegía. Quedaban prendidos los pañuelos y sellada nuestra despedida.
Esa noche nos agasajaron con unas habitaciones del club donde tocamos. Ellos en una y yo tenía un cuarto para mí. Estuve escuchando las guitarras, el bombo y el acordeón hasta quedarme dormida, todavía con las luces encendidas. En la madrugada nadie vino a despertarme. Y por la mañana Mauricio ya no desayunó con nosotros en el bar del club. 
Recién entonces les conté al tío y a mis primos. Volvimos callados a la camioneta, les dije que no quería ir a casa, en la ciudad, seguiría camino con ellos hasta Famaillá. El tío José me dio un abrazo, dulce, suave. 
La vuelta hasta el Tucumán no fue silenciosa, me contaron lo poco que sabían de Mauricio, me di cuenta de que él nunca me había dicho dónde vivía. ¿Ellos quizás...? No les pregunté, sólo suspiré. Hablamos de las fiestas, los carnavales y la semana santa, después deberíamos descansar y empezar a pensar en la próxima gira, quizá hasta un coro tengamo, ¿qué no? Jajaja bromearon.
Llegamos a los dos días, de tardecita casi. Me bajé en la casa, ellos siguieron camino. Toqué el timbre, y mamá, como hacía la abuela antes, se asomó por la ventana. Estaba asombrada con mi visita, hacía largos años que no pasaba por ahí. Tenía algunos alumnos en la cocina, todavía seguía enseñando, aunque ahora eran clases particulares. Le dije que la esperaría afuera. 
El campo se veía más chico, habrían ido vendiendo algunas hectáreas de a poco, y el arroyo parecía haberse evaporado entre los brotes de soja. En la parte de atrás de la casa se veía una chapa oxidada. Los pájaros recordé y empecé a mirar alrededor. Se apoyaban algunos en los alambres que dividían el campo, eran tordos, negros. Me senté a esperar los colores mientras rascaba la tierra, buscando las lombrices para usarlas de señuelo. 
Recién al rato volvió mamá, riéndose porque me había embarrado como cuando era chica y tenía que regañarme. Nos sentamos a tomar unos mates, papá llegaría más tarde. Le conté todo lo que había hecho en la ciudad, aunque obvié quizás algunos detalles. Pero ella sabía que yo había vuelto por otra cosa, instinto de madre, mija. Y ahí le hablé de Mauricio, se iba a enterar por boca del tío José si no. Mamá me miró, sonriendo de a poquito y me abrazó. Me preguntó si él no iba a volver. Le dije que era un hombre de su tierra y nuestro lenguaje era la música. Si volvíamos a hacernos piedra y camino entonces sí. Mamá me dijo que nos cuidaría, después ella le contó a papá, y él no me habló durante algún tiempo. 
Hasta abril, dos semanas después de Semana Santa. Atolondrada llegó Aimé, con el nombre del viento del sur que la trajo hasta mí. Y, como cuando estaba en la panza, una vez afuera, también quería seguir escuchando a su abuela cantar, mientras yo tocaba el violín y el abuelo, el bombo. Aimé es el viento de un pañuelo, es la pasión de una zamba. 
Todos los viernes venían por la noche el tío José y mis primos a guitarrear. También empezaron a hablar de volver a salir de gira. Yo estaba llena de dudas, no por Aimé,  sino por la nostalgia, la distancia va conmigo, como un largo andar. El tío José hizo hasta lo imposible por convencerme, mis padres también me incentivaban a largarme otra vez a vivir de nuestra zamba. Por fin acepté, pero con la única condición de que fuese recién en septiembre, cuando vuelven las flores y el calorcito primaveral que protegería a mi niña. 
Cuando llegó el día, el tío José estacionó la camioneta en la puerta de casa y se hizo anunciar con la melodía de una chacarera doble. Dijo que ya teníamos varias peñas listas para recibirnos otra vez. Lo contaba con una mirada cómplice hacia mi pequeña, todavía algo abrigada entre ponchos. 
Ese viernes habían llegado bien temprano, todavía se veía el atardecer en el horizonte. Estaban mis papás, el tío José y mis primos, con las guitarras y el bombo. Pero fue después de comer que empezaron a guitarrear. Entonces yo salí de la casa, me largué a caminar, cantando despacito. Veo el campo, el fruto, la miel. Y estas ganas de amar. Sentía cómo se me cerraba la garganta. No me puede el olvido vencer. Se veían unas luces en la ruta. Un auto se detenía para escucharme cantar. Hoy como ayer, siempre llegar. Alguien se bajaba para responderme: en el hijo se puede volver.
La zamba mía se hizo carne en la voz de Mauricio. 

[Sobre la autora]

M. Florencia nació la noche de un domingo, cuando el solsticio de invierno. Tenía la piel púrpura, de a poco fue volviéndose morena. La cobijaron en el barrio de Caballito, Buenos Aires, la sonrisa dulce de una tucumana y el orgullo tanguero de un porteño de ayer. 

Publicó "Cantata" en 2013, libro de cuentos, la presentación será el miércoles 27 de noviembre a las 19hs en el Club Cultural Matienzo (Pringles 1249)

Ella es. Porteña: guía de turismo. Latinoamericana: licenciada en letras. Mujer: creadora. Todo gracias a la tierra. Es ella.

[Contacto]

Linkoteca: Revista Kundra



[Sobre la revista]

Revista Kundra – literatura aleatoria, es una revista literaria de publicación digital mensual. Se trata de un proyecto que nació con la iniciativa de armar un lugar nuevo donde autores y lectores puedan converger. Nos especializamos en entrevistas, ensayos, dossiers, crónicas y reseñas. Nuestro motor principal es que Kundra funciona como un lugar donde autores y editores pueden tener un espacio vital para dar a conocer lo que hacen. Por esto es que no sólo difundimos autores de “renombre” o “consagrados”, sino que nuestra apuesta se dirige principalmente a autores emergentes, que aún no publicaron o tienen pocos libros en circulación. La revista está compuesta por un staff fijo de colaboradores y número a número nos acompaña un ilustrador distinto. La dirección periodística está a cargo de Angie Pagnotta y entre los colaboradores está Juan Manuel Candal, Victoria Mora, Sebastián Grimberg, Gustavo Grazioli, Valentina Vidal y Aixa Rava. 

[Contacto]
web 

Poesía: Natalia Romero

Ocean Art Print
by Three Of The Possessed


Aguacero

Cuando pasamos el río Sauce Grande

la ruta es toda de niebla
si seguimos el sendero del agua
llegamos a la playa.
Hay lagunas de lluvia
por el camino
el campo se vuelve océano.
Pienso que puedo morir ahora.
Vemos solo líquido que nos cubre
creemos estar al refugio en el auto que nos lleva.
El agua es un cuerpo inmenso 
no se corta, nunca sangra.
Adelante un auto hace luces intermitentes
rojo amarillo rojo
la cortina de agua lo cubre todo. 
Seremos libres
devueltos por la tormenta
sin más abrigo que la lluvia.
Caen sapos del cielo me dijo mi abuelo
yo los ví.
Había olor a mar. 



II

Ella camina adelante, él
se queda parado frente a un árbol
de flores recién brotadas.
Ella no se da vuelta para mirarlo, pero sabe
que se detuvo: no salta más la tierra
detrás suyo, haciendo nubes rojizas
no ruedan las piedritas del camino
con el arrastre de sus zapatillas de lona.
Él levanta la vista, ella está en el centro de la vía
y flamean los volados de su vestido azul.
Su figura se hace cada vez más chiquita,
pasa una camioneta con ovejas y cabras
y levanta todo el polvo de la ruta
hasta desdibujar las líneas que bordean el camino.


[Sobre la autora]


Natalia Romero nació el 21 de Febrero de 1985 en Bahía Blanca. Vive en Buenos Aires desde el 2004. Estudió la carrera de Ciencias de la Comunicación en la UBA. Sus poemas fueron publicados en varias antologías, revistas y blogs. Asistió al taller de Romina Freschi (2007-2013). En 2011 publicó su primer librito de poesía Elijo. Actualmente asiste al taller de Osvaldo Bossi. Dirige la librería virtual A Cien Metros de la Orilla. Algunos de sus poemas pueden leerse en: Todas las costas (blog)

Las fronteras de lo extraordinario: Brevario de furias, de Daniel Diez

Por Florencia Defelippe

            Los cuentos de Brevario de furias desconciertan. Dentro de una atmósfera sobrecargada de lugares comunes, diálogos triviales y personajes excesivamente reales, existen  pequeños desvíos, toques apenas perceptibles que, lentamente, van cobrando peso y terminan por “destapar”, al igual que Pandora y su caja de sorpresas, lo que verdaderamente esconden estas 'criaturas furiosas'. Brevario...logra perturbar al lector desde el inicio, y es esto lo que genera una tensión permanente a medida que avanza cada una de las historias del libro.

            Lo 'esperable', el lugar cómodo, no existe. En este sentido, Diez es un escritor prolijo; sutilmente, guía la lectura avisándonos -con giros repentinos, descripciones oscuras y demás elementos que alejan rápidamente la esperanza de hallar situaciones tranquilas- que sus tramas no cuentan finales felices porque tampoco lo son desde un principio.

            Como afirma Pablo de Santis en “Bestiario”, el prólogo que encabeza a Brevario de furias (Santiago Arcos, 2011): “nada tan afín a la literatura argentina como el género fantástico”. Los relatos de Diez hacen honor a este género, que supo coronarse como emblema de la narrativa argentina con Borges, Bioy Casares y Ocampo. En estos relatos, lo cotidiano incorpora lo extraordinario de una manera tan evidente que inquieta.

            Los hombres conviven con seres cuya existencia es imposible pero que, al figurar de un modo tan natural, parecen verdaderas. La naturaleza acecha de manera permanente, tanto por la aparición de monstruos  como gábulas, ibinas y faisanes plateados, como por la inútil espera de fenómenos que no llegarán jamás: “Odio a todos y a cada uno de los habitantes de este lugar y por sobre todo a esta ciudad. A esta ciudad de mierda en donde ni siquiera es posible ver un poco de nieve”, escribe uno de los personajes de “Nieve en Buenos Aires” en su diario secreto, presa de la más rotunda decepción.

            La furia no se presenta sólo en las criaturas imaginarias; los seres humanos son víctimas, también, de su propia violencia. Cuentos como “Mi familia” y “Parque Chas” llevan a estos vínculos enfermizos hasta las últimas consecuencias. Y los personajes caen al vacío infinitamente, sin poder si quiera atinar a modificar su situación.

            Si bien por momentos los textos se muestran algo repetitivos, y en muchos casos, el desarrollo de las narraciones se presenta sin la profundidad necesaria como para producir el efecto deseado, Brevario de furias construye ficciones que atrapan y exasperan, superan los límites entre lo verdadero y lo imaginario y alcanzan, de esta forma, a la creación de un mundo en el que la convivencia entre lo real y lo fantástico es absolutamente probable, auténtica y admisible.

[Más sobre el autor]
Daniel Diez (blog)

Narrativa: Shishunki

por Nicolás Lazo Jerez 

NO CABE DUDA: es ella. Camina como si jamás dejara de pensar en otra cosa o, más bien, como si una nube se hubiera interpuesto para siempre entre su mirada y el mundo. Naturalmente, el último tiempo se lo han hecho ver una y otra vez, sobre todo durante los días previos a su encierro veraniego. Pero nada: parece imposible interrumpir aquel aire distraído. Con su acostumbrado paso lento, terminó de bajar la escalera y, mientras reprimía un bostezo, caminó hasta la línea amarilla que demarca el borde del andén.

            Transcurridos algunos minutos, miró hacia el túnel y advirtió que, por fin, la luz del primer vagón se acercaba poco a poco al punto donde lo estaba esperando. La imagen le recordó un sueño recurrente en que ella, rodeada de una oscuridad penetrante, estira el brazo hacia un leve resplandor que, sin embargo, nunca puede siquiera rozar. El metro se detuvo y abrió sus puertas. Plaza Maipú era una estación terminal, de manera que el tren quedó vacío y ella pudo elegir un asiento desde el cual se veían las vías.

            De súbito, sintió el vértigo de la huida. Delante, todo se le presentaba bajo la forma de un horizonte impreciso, el espacio en blanco donde tendría lugar una nueva e insospechada vida. El túnel del metro constituía el punto de fuga hacia donde se proyectaba el milagro de su propio extravío, como un agujero negro cuyo umbral de entrada fuera el anuncio de una abducción triunfante, una renuncia feliz. Cerró los ojos. Con la cabeza apoyada en el vidrio de la ventana, imaginó que viajaba a bordo de un tren bala japonés en dirección a las montañas más altas del planeta.

            Por el momento, no lamentaba en lo absoluto dejar de ver a los demás. De hecho, la necesidad de un aislamiento total era lo que más la motivaba. Si en su casa todo el mundo daba muestras de una insensibilidad y estupidez extremas, ¿por qué habría de quererlos? Por un instante, vio a su mamá llorando junto a su padrastro y sus dos medios hermanos. Experimentó un extraño placer. Segundos más tarde, no pudo evitar sonreír cuando la escena dio paso a otra todavía mejor: Cáceres, el más imbécil del curso, recibía la noticia de su desaparición con una mezcla de perplejidad y arrepentimiento y se culpaba a sí mismo de la tragedia ocurrida a la que durante meses llamó “Sailor Moon después de la bomba atómica”.

            La idea de hacerse a un lado la sacó de un documental de la televisión española que vio en You Tube, titulado “Hikikomori: recluso social”. Mejor dicho, los casos que ahí conoció precipitaron la inminente decisión de encerrarse en su pieza. Fundamentalmente, la sedujo la profunda radicalidad de la apuesta, la fascinante arrogancia implicada en el gesto de darle un portazo en la cara a quienes la rodeaban. No obstante, su mamá se opuso a que pasara todo el verano en medio de un creciente y sombrío desorden. Pronto perdió la paciencia y le dio un plazo de tres semanas para salir. Hoy se cumple la fecha fatal. Por eso, la hija se levantó a las seis de la mañana y, sin que nadie la viera, escapó sigilosamente por la ventana del baño.

            Volvió a abrir los ojos y comprobó que en el vagón había muchas más personas que antes. Sin embargo, hoy nadie parecía reparar en ella. Se había quitado las cintas del pelo, el collar con campanilla y las largas medias a rayas; en lugar de ropa vistosa, se había puesto una camisa a cuadrillé y unos bluyines de lo más comunes. Para ser sinceros, le resultaba agradable volver a confundirse entre la gente. El deseo de sobresalir, tan insoportablemente adolescente a su modo de ver, era ahora reemplazado por una firme voluntad de anonimato. Miró hacia el exterior del tren. Al pasar por la estación Universidad de Chile, tuvo el impulso de ponerse de pie: demasiadas veces se había bajado allí para reunirse con su grupo de amigos frente al Eurocentro del Paseo Ahumada. En cambio, esta vez acomodó la mochila entre las piernas y se arrellanó en el asiento. Aún faltaba la mitad del camino.

            A lo largo de esas tres semanas, no había hecho prácticamente nada. Leyó y releyó cada uno de los decenas de mangas que se apilaban dentro de su clóset. Dibujó sin parar a los héroes y villanos de las series de animé que ella y sus amigos veían. Escribió algunos poemas de pésimo gusto en que una atormentada hablante se paseaba por la ribera del Shinano y se comunicaba exclusivamente con animales y plantas. Navegó día y noche por internet, reprodujo cientos de veces sus canciones favoritas de Hikaru Utada, Arashi y Kazufumi Miyazawa.

            Fue entonces cuando, siempre ayudada por Google y Wikipedia, descubrió que estaba imitando el modelo japonés equivocado. Su verdadero destino no era convertirse en una hikikomori santiaguina, sino seguir los pasos de los maestros zen, quienes a su vez habían heredado, por medio de los monjes chinos, la tradición budista de la India. Por lo visto, estaba llamada a preservar una larguísima cadena de sabiduría. Con ese objetivo en mente, llegaría hasta la estación Los dominicos –la última hacia el oriente– y, no bien hubiera salido a la superficie, caminaría incansablemente entre los cerros hasta encontrar su propio monte Fuji. Sólo así algún día podría abrazar el dharma o significado universal.

            Cuando el operador del tren anunció el término del recorrido, bajó del vagón y comenzó a subir las escaleras que la conducían hacia la salida. De pronto, notó que algo andaba mal. Rebuscó entre el contenido de la mochila y confirmó su repentina sospecha: había olvidado el cuaderno donde inauguraría su diario de vida. ¿Cómo seguir sin él si allí iba a registrar los sucesos de su nueva etapa? ¿Cómo reemplazarlo por otro si ayer en la tarde le dibujó una portada y hasta escribió un breve e inspirador prólogo? Frunció el ceño; no había otro remedio. Cruzó al andén opuesto y, con el aire distraído de siempre, emprendió el camino de regreso.

Como pez fuera del agua

Con las actuaciones impecables y perturbadoras de Eliana Wasserman y Sofía Guggiari, bajo la dirección de Juan Washington Felice Astorga, la última obra de Norman Briski nos sumerge en la existencia absurda de dos seres míticos exiliados en una terraza cualquiera de Buenos Aires.

por Cristian Franco


Hubo un filósofo que una vez dictaminó algo que parece una pavada, pero que pensado con cierto detenimiento da un poquito de vértigo: Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida. Extraña inversión (primero el lenguaje, luego la vida) que es una marca de nacimiento de nuestra cultura: en el principio fue el verbo. No hay más que cambiar en esa furtiva intuición de Wittgenstein “imaginar” por “crear”, para llegar a lo que nos interesa: el dramaturgo se hace demiurgo, su palabra da-a-luz.
50 nereidas es un intento de hacer palpitar como un cristal intocable esa exigencia que está en el núcleo de todo arte auténtico: construir un lenguaje para dar vida. Más aún: las dos protagonistas fueron creadas por ese lenguaje primitivo y voraz, y las palabras que pronuncian (que son las nuestras, pero que en sus labios se vuelven irreconocibles, rotas, perturbadoramente extranjeras) son lo único que las hace existir. Esas dos nereidas exiliadas que se secan fuera del mar están hechas de un barro verbal delirante y exquisito. En ese techo de algún edificio de Buenos Aires, que es su prisión y su jardín, no hacen otra cosa que hablar para no extinguirse. Para adaptarse a su nuevo hábitat la única esperanza es anular el silencio áspero de la ciudad con ese diálogo insomne que oscila entre la ternura y la desesperación. Y en el centro —luminosa, insoportable— una claraboya que es una pecera y es un nido y un mundo y una tumba.
El desafío para el espectador es el mismo que propone todo (buen) poema: asistir al desborde de un idioma que es familiar y desconocido al mismo tiempo. Lo que sabemos (lo que idiotamente creemos saber) no nos sirve para atrapar el sentido de las palabras, hay que humillarse y desaprender; atender no al significado sino a las modulaciones, la respiración, los tonos, el ritmo. Dejarse deslumbrar por las palabras como si fueran insectos inexplicables. Entonces precaución: con 50 nereidas “entender” no es la cuestión. Claro que “entender”, cuando de arte se trata, es una palabra un tanto insuficiente. La verdadera obra de arte está siempre un poco más allá de eso que podemos captar con el entendimiento, o por lo menos con esa forma de entendimiento que aplicamos para aprender la regla de tres simple o la diferencia entre sujeto y predicado. No se trata, pues, de “entender” sino de “experimentar”. No interpretar, no decodificar, algo más sencillo: abrirse a la incertidumbre y al extrañamiento, dejarse poseer por ese lenguaje desbocado, resplandeciente, impenetrable. 
Esos cuerpos torpes e incompletos que se mueven en escena —sus vestiduras están hechas de jirones mustios, de retazos incoherentes— no guardan ya nada de su antiguo esplendor. El exilio quiebra. El exilio pudre. El exilio borra. Inmortales todavía, lejos de su mar no son otra cosa que voces que se retuercen mordisqueadas por recuerdos inútiles. Ellas esperan, pero saben que el futuro está hecho con las ruinas de la memoria. Desde su pequeño lugar las nereidas intuyen la presencia opaca de otros seres, distintos pero también atrapados, también secándose: la pecera es reversible, no hay lado de afuera. Nos asfixia el mismo aire, la misma soledad… En la ciudad nada hay para ellas (nada hay para nadie). A lo lejos, una cúpula extraña se pierde entre los edificios: les llegará desde ahí la única voz humana, plena de podredumbre y superchería. Contraste central en la obra: la lengua sucia de los seres humanos —lengua cubierta de nieblas y venenos— se opone a la pureza hermética de la voz de las nereidas.
Vuelvo a Wittgenstein para que me ayude a cerrar: De lo que no se puede hablar, mejor es callar, dijo. Tendríamos, tal vez, que haber empezado por ahí. En realidad cualquier cosa que se diga sobre 50 nereidas no llega siquiera a rozar su verdadera substancia. Para saber de qué se trata hay que experimentarla y purificarse: cuando termina tal vez un pequeñísimo silencio interior te acompañe por ese pasillo que te devuelve a la calle y el ruido y la irrealidad.
Si lo sentís, quiere decir que entendiste.

[Funciones]
Viernes - 21:30 hs  (hasta el 29/11/2013)
Teatro Calibán - México 1428 PB 5
Reservas: 4381-0521 | 4384-8163
Web: http://www.teatrocaliban.blogspot.com

Narrativa: El balbuceo periodístico

por Gustavo Grazioli

Jacket Art Print

by Feline Zegers

Ante cada golpe el sudor recorría su frente; los brazos mostraban gran destreza muscular y sus pechos se movían parejos. Firmes. La gente que presenciaba el espectáculo gritaba sorprendida: "oooohhhhhh". No podían creer lo que estaban viendo; uno que estaba más al fondo charlaba con su amigo y asombrado por la destreza técnica, también no perdía el tiempo en destacar el voluptuoso cuerpo de esta mujer "y encima roquera", le dejaba en claro, con ojos saltones, a su amigo que lo miraba de forma complaciente.
En el medio del show que estaba brindando la banda, uno de los aficionados logró burlar la seguridad y subiéndose al escenario quiso encajarle un beso a la baterista. Cuando la seguridad reaccionó, la mujer los detuvo diciendo que la dejaran a ella. Fue así, entonces, que le pidió al joven que intentó besarla que se acercase. Lentamente y con la cabeza mirando el piso, empezó a caminar hacia la batería. Cuando ya estaba cerca la mujer se levantó del asiento giratorio y con la mano derecha golpeó su cabeza con uno de los palillos, además como si fuera poco para hacerlo pasar más vergüenza, le pidió al publico que lo saquen del lugar o sino el recital se suspendía. Ya se imaginaran ustedes, no...
Con este joven fuera del lugar, la baterista en forma de agradecimiento se quito una de las prendas que llevaba y provocó la algarabía desorbitada del público, que de la avalancha, ante tamaña muestra de afecto, rompió las vallas de contención. Con este clima, la adrenalina de la banda se motivó y los temas restantes aumentaron su fuerza. Al finalizar el show su público habitué se quedó a esperarlos a que salieran para poder saludarlos y ejercer el ritual de todos los shows: fumarse un porro con la mujer de la batería. Esta vez los que se quedaron eran más de lo habitual, entonces comenzaron los murmullos y las preguntas sobre quienes eran estas caras nuevas que se estaban acercando. Los consideraban unos intrusos a su comunidad. Cuando salió la banda, la atención quedó depositada solo en eso. Nuevos y antiguos terminaron abrazados, a los gritos y coreando el nombre sin parar. Por supuesto la parcialidad masculina en su mayoría, intentó saludar a la baterista y vislumbrados por lo traspirada que tenía la remera, pidieron que se la quitase en honor al rock. La mujer un poco aturdida se enojó bastante con esta petición y empezó a escupirlos, pero no hubo caso, fue peor: "¡sos el amor de todo punk. Quiero casarme ya!", le gritó desaforadamente uno de los que formaba parte del grupo que la rodeaba. Mientras los otros integrantes se iban dispersando o se encontraban con sus parejas, la mujer de los palillos tenía que lidiar con estos muchachos que estaban excedidos de drogas, alcohol y demás. Intentó hacerlos a un lado mientras caminaba hasta su auto y un joven que estaba apoyado en la pared de la esquina, cercano a donde esta tenía estacionado el auto, piropeo su actuación con el instrumento. En una muestra de agradecimiento asintió con la cabeza y de forma poco cortés dijo un "gracias". Este joven, mientras ella abría la puerta de su auto, se acercó y muy tímidamente le dijo ser periodista de una revista de rock llamada  "no queda otra". Insistió con algunas palabras más, hasta que se decidió a preguntarle si no le concedía una entrevista para su revista. La mujer ya arriba del auto, habiendo iniciado una marcha lenta, bajo la ventanilla y le tiro una tarjeta. Este muchacho cuando la levantó vio que tenía los datos personales de ella y quedó parado en la esquina viendo como el auto se alejaba pero con una sonrisa y apretando el puño donde estaba la tarjeta.
A la otra semana después de terminar el ensayo con la banda, la  mujer ve en su celular una llamada perdida. Imagino que sería de este joven y decidió devolvérsela.
- Hola ¿quién habla? - preguntó la voz sorprendida del joven.
- Soy la baterista de Turquía, no te acordás que hablaste conmigo - contestó con voz suave.
- Claro, ahora sí. Que placer este llamado. Perdón por mi desatención - dijo algo sonrojado.
- ¿Y entonces vamos a hacer la entrevista?
- Por supuesto ¿Cuando podes?
- Vení mañana a las 11 de la mañana a nuestra sala de ensayo ¿te parece?
- Si claro, mañana estoy ahí.
- ¿Va a ser muy larga la entrevista? porque tengo que hacer algunas cosas del colegio con mis hijos.
- No no, serán diez preguntas nada más.
- Bueno. Hasta mañana.
- Hasta mañana y gracias por la amabili...

La mujer ya había cortado el teléfono. El joven contento, llamó a unos de sus amigos para contarle el hecho y ademas para presumirle a que figura entrevistaría. Esperando que este le dijera cosas tales como "genio" "groso" o algún halago por su logro, tan solo recibió un desinteresado "te felicito". Al ver que no encontraba lo que buscaba cortó la comunicación de forma brusca y llamó a la revista para avisar que había conseguido la nota.
- Hola...¿Margot?
- No, soy Hernan ¿quién es?
- Soy yo, el meadoporlasociedad
- Ah, que haces. No te conocí la voz ¿donde estas?
- Acabo de hablar con la baterista de Turquía ¡Mañana la entrevisto!
- ¡Perfecto! esa va a ser nuestra nota jugosa para el próximo numero. Trata de sacarle hasta lo ultimo y si podes hacerla enojar, mejor.
Hubo algunas risas de ambos.
- Voy a hacer lo que pueda. Es bastante parca la personalidad. Decí que esta buena por lo menos, porque sería un embole de aquellos.
Se despidieron y le pidió que le avisase a Margot que todavía le debe plata del mes pasado.
La mañana siguiente cuando se levantó, preparó un frugal desayuno y leyó algunas noticias en algunos portales de internet. Cuando se estaba cambiando para salir, sonó su teléfono celular - era su ex mujer -
- Hola Celes ¿como estas? - preguntó con amabilidad.
- ¡Escuchame pelotudo! deja de jugar al periodista y tráeme la plata del mes. El mes anterior con eso de que te pagan por cada notita que haces, quede de garpe y tuve que pagar todo.
- Si ya lo sé, pero esta vez tengo un trabajo muy importante y voy a poder llevarte una buena suma. Con esta entrevista que voy a hacer, vamos a vender mucho.
- No sé lo que vas a hacer, ni me interesa. Lo único que te digo es que si este mes no me rendís lo que corresponde, pongo un abogado y no ves más a tus hijos ¡me tenes harta! - y cortó de manera abrupta.
Trató de no darle importancia a lo sucedido. Miró la hora y ya eran las diez, así que terminó de cambiarse rápidamente porque tenía un buen rato de viaje para llegar. Una vez en la calle quiso parar el colectivo pero ninguno se detuvo debido a la sobrecarga de pasajeros. Estuvo así con cuatro colectivos. Volvió a mirar la hora y le quedaba media hora para llegar, así que paró un taxi: "hasta Cabildo y Juramento, por favor y lo más rápido posible", dijo algo agitado. Al haber poco tráfico llego rápido. Buscó la numeración de la calle para guiarse hacia donde tenía que cruzar. Estaba con quince minutos de anticipación según lo pactado. Golpeó la puerta de la sala de ensayo pero nadie salía e insistió con más fuerza y lo atendió un señor mayor, que por el susto le negó la entrada.
- Jovencito con los tiempos que vivimos no puedo dejarte pasar así nomas ¿a quién buscas?
- ¿Esto es un sala de ensayo? - preguntó extrañado de la situación.
- Una sala de que...habla más fuerte porque estoy un poco sordo - levantó la voz.
Intimidado por el momento que estaba viviendo. Con algo de sudor en la frente, volvió a preguntar
- ¿Esto es una sala de ensayo, señor? - preguntó casi gritando precavido por la advertencia.
- Ah si si, es acá. Vos debes ser el periodista ¿no? - contestó con total liviandad.
- Claro, veo que le avisaron que vendría.
- Si si pero bueno joven, usted comprenderá que como esta la calle ya no lo creó ni a mis hijos.
Venga pase por aquí. Espere que enseguidita se los llamó. Están ahí meta ruido. No se entiende nada lo que hacen y para colmo llenan lugares...ay ay ay en mi época era distinto, pibe. Había que ser bueno de verdad.
Cuando la banda se acercó a lo que sería una improvisada sala de espera, se encontró con que no eran las personas que buscaba o mejor dicho la baterista que buscaba, porque en este grupo también había una mujer que tocaba la batería.
- Pero como, ustedes no son Turquía...
- Y vos no sos el periodista reconocido al que esperamos - dijo la banda a coro.
- Señor acá no ensaya Turquía - preguntó desesperado.
- Uuff, hace más de diez años que no ensayan acá ¿quién te dijo esa patraña?
- La baterista. Hablé ayer.
Empezaron las risas de todos los que estaban allí, hasta algunos se revolcaban en el piso y retorcidos por la fuerza de las risas, tuvieron que irse.
- ¿Que pasa? - preguntó el joven, enojado.
- Es que te hizo lo que les hace a todos los periodistas que ve novatos como a vos - le dijo el señor de la sala de ensayo.
- ¿No entiendo?
- No es muy difícil. Te jugaron una linda broma.
- Es que necesito esa entrevista, sino me van a echar de la revista y no voy a ver más a mis hijos.
- Anda consiguiendo un abogado, flaco - dijo el guitarrista de la banda, entre risas.
Ahí mismo se levantó de la cama luego de que su mujer lo sacudiera varias veces y bajo los reproches de que ya era tarde le dijo que se vaya a bañar porque sino llegaría tarde al trabajo.

Y así fue que esa mañana todo se desmoronó cuando cayó en sí y tuvo que salir a tomar un subte, vestido con ropa incomoda y una corbata que apretaba su nuez. Una vez en la oficina su jefe lo recibió diciéndole: "este mes no habrá presentismo", a lo que sin contestarle tan solo hizo un leve movimiento con su hombros. Sentado en su escritorio escribió esto.

[Sobre el autor]

Gustavo Grazioli nació en febrero del  ’87. Realizó media carrera de Comunicación Social en la UBA, y está terminando la carrera de periodismo en ETER. En la actualidad trabaja como periodista, colabora en medios digitales y en la edición en papel de la revista local de Aldo Bonzi. 
En materia narrativa hace poco encuadernó sus cuentos con el fin de publicarlos bajo el título:La pureza del lenguaje se esfumó. Y en lo musical se desempeña como frontman de Manzanitas, una banda de la zona Aldo Bonzi – La Matanza, en la que aprovecha a cantar letras que se iniciaron como poesía.

[Contactos]