Aún a riesgo de que me sepulten para siempre en el oscuro, maloliente y viscoso conjunto de los poseedores de mentes convencionales alienadas por el sistema y su cultura oficial, creo que el “manifiesto anti-borges” del “escritor web” Pablo Paniagua merece alguna mínima atención, aunque más no sea porque reitera con cierta minucia casi todos los lugares comunes (suponemos que no es en esto todo lo exhaustivo que quisiera) de cierta “crítica lapidaria” de los paladines de la “cultura independiente” a la figura de don Jorge Luis.
Si usted, estimado lector, no ha leído la susodicha diatriba antiborgiana a la que me refiero, le recomiendo remitirse a ella antes de seguir con la lectura de este comentario (le bastará con hacer click ACÁ). Si luego del inevitable deslumbramiento que le habrá producido sumergirse en la lucidez de “Yo, me meo en Borges”, le quedan todavía fuerzas para enfrentarse a este texto, seguramente tanto o más deshilvandado y con una lógica que tal vez lo supere en debilidad e ineficiencia, lo invito a seguir leyendo.
Sin dudas, desde hace mucho son legión aquellos que estaban esperando con ansias que alguien se decida a echarse la meada definitiva sobre la tumba, el panteón, las estatuas, los bustos y (de haberlas) cada una de las estampitas de esa enorme mistificación canonizada llamada Jorge Luis Borges. Felizmente, el “escritor web” Pablo Paniagua, acomete sin ningún tipo de pudor, y cuidando mucho el no privarse de la ineficacia, la ya bastante anacrónica, pero no por eso menos heroica, tarea de derrumbar al ídolo con pies de barro, apoyándose en un argumento -fruto, al parecer, de alguna especie de revelación mística- infalible e incontestable: “Jorge Luis Borges encarna la tradición de una ‘cultura oficial’ semejante a una excrecencia del sistema fracasado que nos gobierna”. Semejante cruzada punky a la vieja usanza, rebosante de efluvios corporales de todo tipo y color, aunque tal vez emitida un poquitín a destiempo, no deja de tener su lado épico-rebelde.
Si bien lo suyo no son las novedades (a esta altura, qué se puede decir de nuevo sobre Borges, ¿no?), Paniagua nos ofrece algunas perspectivas particularmente insólitas, que sorpresivamente -y sin necesidad de muchas torsiones- coinciden casi al dedillo con ese sentido común bastante diseminado del escritor-independiente-enfrentado-con-el-sistema-y-que-por-eso-se-caga-en-la-tradición-y-las-buenas-costumbres (lo que comúnmente se conoce acá en Argentina como “un loco bárbaro”). La más evidente, y que creo estructura toda la cadena argumentativa, es la puesta en pedestal y canonización de una mezcla bastante sui generis entre “escritor maldito” y “escritor comprometido”, de la cual Pablo Paniagua sería quizás uno de los máximos exponentes. Es esa figura del intelectual-escritor-maldito-comprometido-que-se-la-re-banca-contra-el-poder, la que opone a Borges para de una buena y puta vez colocarlo en su justo lugar: “Si la figura del intelectual contemporáneo se significa por su independencia frente al poder, cuestionar la realidad, capacidad de disentir y generar corrientes de opinión, en Borges predomina lo contrario, pues él personifica al escritor sumiso ante el poder, el que acepta los convencionalismos sociales, el cobarde que rechaza el sexo, el escritor de buena factura estilística que se vende al sistema para justificarlo, o sea, el antiintelectual perfecto”.
Si bien la afirmación de que aceptar el sexo es un acto de valentía me deja un tanto desorientado, el resto de las acusaciones podrían, aunque precariamente, sostenerse sin sonrojarse demasiado: forman parte desde hace décadas (por lo menos acá en Argentina) del arsenal habitual que se ha gatillado incesantemente contra la persona y la obra de don Jorge Luis. Ya la vieja y siempre vigente (y vigilante, aunque algo fosilizada) puja “floridistas versus boedistas”, desmalezó, fertilizó y labró para nosotros el terreno en el que se mueve con soltura un poco deshilachada la lógica de Paniagua. La cantata es archiconocida: de un lado, los escritores que se resguardan en su torre de marfil y se dedican a sus juegos verbales exquisitos, abstemios temerosos de comprobar la humedad de vagina alguna; del otro lado, aquellos que se sumergen en la mugrienta realidad para obtener la materia prima de sus creaciones, y que, cuando no están escribiendo, se dedican a constatar vaginas y humedades, o, por lo menos, a drogarse y/o emborracharse. De un lado el virgen y condenable Jorge Luis Borges. Del otro lado el elogiable y promiscuo Roberto Arlt (o Ginsberg, o Kerouak, o Burroughs, o Morrison, para usar los ejemplos beat tan caros al “escritor web”). Como se ve, antagonismo irresoluble. Trazamos la línea y se está de un lado o del otro. Que alguien todavía pueda tener la suficiente ingenuidad como para creer que una perspectiva tan maniquea y simplista posee algún tipo de eficacia crítica, no deja de resultar curioso y sintomático, además de ser una preciosa demostración de evidente e invulnerable candor. Que ese alguien sea un escritor, resulta ligeramente jocoso.
“Detesto al Borges que apoyó con vehemencia a las dictaduras militares de Argentina y Chile; condeno al Borges clasista que miraba con desprecio a los obreros y trabajadores que sacaban adelante a sus familias con sueldos de miseria; censuro al Borges apegado a la élite institucional y cultural de su país; no me gusta el Borges continuador de una tradición literaria sin rupturas; maldigo al Borges incapacitado para escribir una novela”, dispara, impiadoso y preciso, Paniagua. Condenar a un escritor muerto por sus opiniones políticas o sus apegos ideológicos, si bien es un recurso bastante convencional (supongo que todavía en alguna latitud se lo debe usar contra escritores como Ezra Pound), tiene un muy preciso sentido en las agudas reflexiones de Paniagua: facilita que aquellos lectores que tengan en su mente la idea de que Borges era un viejo-gorila-conservador-cuasifascista, sin haber leído necesariamente ni una línea de su obra, simpaticen sin problemas con la prédica anti-borgiana. Descartado el hecho de que Borges mismo desmerecía sus propias opiniones políticas, está más que claro que cualquier persona con medio dedo de frente se da cuenta que utilizar ese argumento contra él es el colmo de lo políticamente correcto. Hoy día, en muchos círculos hablar mal de Borges está casi tan bien visto como hablar mal de Videla o Massera. Nunca, entonces, una meada tan pulcramente dirigida, tan bien recibida y tan inocua: nadie se asusta, todos contentos bailando bajo la lluvia dorada del “escritor web”.
Debo reconocer que la cuestión de maldecir al vapuleado Jorge Luis por no ser capaz de escribir una novela, me deja abatido y perplejo. Que la novela es el monumento máximo al que debe sacrificarse cualquier escritor para llegar a la grandeza, es tan indudable y tan decimonónico como afirmar que un extenso poema épico-lírico debe ser el objetivo último de todo poeta. Supongo que detrás de ese perspicaz posicionamiento estético podríamos leer una sutil analogía fálica: el que escribe largo la tiene más larga que el que escribe cortito; y como Borges era un asexuado (porque seguramente la tenía cortísima), no le quedaba otra, pobre, que escribir cuentos, condenándose por el resto de la eternidad a la inexistencia literaria, incapaz de ingresar a la grandeza sólo reservada a los valientes que acometen la arriesgada empresa de escribir, mal o bien, una novela. Aunque es tentador descartar sin miramientos semejante desatino, hay que conceder que no deja de tener su atractivo heurístico-interpretativo: podríamos imaginar toda una historia de la literatura que se base en esa teoría para la clasificación y valorización de los escritores y las obras (el mismo míster Paniagua no se priva de utilizarla en algunas de las réplicas a los comentarios que recibió su texto: “y te puedo asegurar que las novelas las escribo mejor que él (eso está más que claro –cualquiera lo hace porque el “gran maestro” estuvo incapacitado para ello: las causas: psicológicas–)”; “De cualquier modo, a Borges no le alcanzó el oficio para escribir novelas y, del mismo modo, no necesitaba el Nobel porque nunca estuvo a la altura para recibirlo”; “Borges es un buen escritor, pero está sobrevalorado por esa incapacidad para escribir novelas y otras deficiencias de estilo”; aunque resulte increíble, juro que estas esclarecedoras citas son declaraciones textuales). Por lo menos, ahora ya sabemos que los “grandes escritores” son los que escriben novelas; esto nos hace relativamente sencilla la tarea de valorizar a Pablo Paniagua como escritor, ya que si ha escrito novelas debemos suponer, con un mínimo margen de error, que tarde o temprano la historia le concederá su merecido lugar en el parnaso de los “grandes escritores”.
Si decidí otorgarle al escrito de Pablo Paniagua un tiempo que quizás no merece, es únicamente porque lo considero un buen ejemplo de lo que muchos creen hoy día tiene que ser el pensamiento correcto de un “escritor independiente”: se ubica cómodo en cierta tradición que considera que basta con asumir la pose de soy-un-escritor-que-se-recontra-caga-en-los-escritores-canonizados para convertirse por arte de magia en un adalid intachable de la “literatura independiente”. Para esa tradición de pseudo-vanguardia, Borges es un blanco muy fácil: escupirlo o mearlo es casi un rito obligado para demostrar que uno está del lado de los “buenos”; es decir, que uno es un escritor-independiente-enfrentado-con-el-sistema-y-que-por-eso-se-caga-en-la-tradición-y-las-buenas-costumbres. Me parece que lo inofensivo y superfluo de esa actitud tendría que estar ya fuera de toda discusión.
Más fructífera es la otra tradición, la que se atreve a crear a partir del complejo campo abierto en la literatura argentina por las plumas de Borges y Arlt, sin necesidad de plantear antagonismos insípidos y estériles, o paupérrimas "demoliciones de ídolos". Y son justamente de uno de los que considero representantes de esa línea, Juan Carlos Onetti, las palabras que elegí para cerrar esto; palabras que quizás sería conveniente que todo escritor que se considere independiente tenga siempre a la vista: “No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo”.
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