Una historia de amor.
por Walter Lezcano1

—¿Escuchaste a Spinetta?
Yo había ido a buscar The Slider de T. Rex. De pronto me emocioné que se dirigiera a mí. Y al toque me puse mal.
—No— le dije sin mirarlo.
—Tomá, llevá éste— y tenía un cuadrado verde en la mano.
—¿Qué es?
—Llevalo, nene.
—Bueno, gracias.— lo agarré y lo miré. Venía de Pomo así que seguro era bueno. Tenía en un extremo una fotito en blanco y negro de un viejo. Me di vuelta con ganas de estar en casa y ponerlo.
—¿Adónde vás? Pagame antes, pendejo.
Y cuando estaba saliendo del local vi el título: Artaud. Yo tenía catorce años.
2
Cuando sentí vibrar el celular estaba saliendo de Constitución en el 148 camino a casa leyendo los Diarios de Alejandra Pizarnik. Terminé la página, puse el señalador y saqué del bolsillo el teléfono. Qué mierda que se murió Spinetta, ¿no?, decía la pantallita. Era un amigo que asumía que yo ya estaba al tanto de la noticia. El sol caía, eran las siete y algo. Todos a mi alrededor tenían caras de cansados. Cuarenta minutos después, frente a la computadora vi un montón de páginas de internet hablando de lo mismo. Apagué todo y me fui a comprar una cerveza.
3
Creo que todo empezó con la voz. Después con lo que decía esa voz. ¿De qué carajo estaba hablando en las canciones? No importaban las explicaciones, los sentidos convencionales estaban de más. Había todo un mundo por descubrir, algo mucho más importante que los significados de las palabras o por qué las acomodaba así. De esta manera, con esa onda, temas como La sed verdadera, Por, Cantata de puentes amarillos (¿hay algo más increíble y cercano a lo celestial que esa canción?, y con ese mantra siempre a mano: Mañana es mejor), fueron tan entendibles, tan fáciles, tiernas y le ponían respiración a lo que yo pensaba.
Almendra vino después. Aunque Muchacha (Ojos de papel) ya lo había escuchado en algún lado. Al lado de Pescado Rabioso me parecía una banda menor (con el tiempo entendí que era otro tipo de belleza la que se jugaba ahí), casi una etapa de preparación. Incluso Color Humano y Aquelarre me parecía mucho mejor. Pero necesitaba escucharlos, saber qué pasaba cuando esa música a la que le ponía todas las fichas de mi delgada billetera era un boceto, salía al sol.

La etapa jazzera, circa Spinetta jade (escuchar Alma de diamante cada vez que las esperanzas dejen lugar al más profundo cinismo, te salva), y la solista me la perdí porque me ocupé de otras cosas que no vienen al caso. Hasta que llegaron Los socios del desierto y Carolina Peleritti. Ese disco fue uno de los últimos originales que compré.
Hace un rato vi en un cajón todas las entradas de las veces que los fui a ver en vivo. Siempre traté de estar lo más cerca que pude de él y aprender algo de su voz.
4
Prendí la computadora de nuevo. Era muy extraño pensar que alguien como Spinetta dejara de hacer discos, de tocar, de mostrar que se podía tener dignidad, amor por la familia y seguir produciendo magia. ¿Ya no lo iba hacer más? ¿Eso era todo lo que tenía para ofrecernos este puto planeta? ¿Sólo un verano y ya fue?
Me puse a ver fotos de él. Un tipo sencillamente hermoso. Eso no hace falta decirlo porque esas facciones parecían corporizar su música, algo conceptual que se metabolizaba con su delgadez extrema y la ausencia total de gravedad. Sabía tener humor, y poner los puntos también (“no panikeen”). Ser grandes, parecía decirnos, es dejar de lado lo terrenal, es decir lo pasajero, y ocuparse de lo trascendente, dejar de luchar contra el tiempo, una batalla perdida. Tratar de hacer de este mundo algo menos doloroso.
5
Y, sí, cuando las puteadas a Dios terminan o se gastan, uno llega a la devastadora certeza: Spinetta se murió. Es tiempo de crecer y seguir con uno menos, sin lugar a dudas el mejor de los nuestros. Y al final se trata de lo mismo, seguir poniendo sus discos, que es la única luz que nos queda.
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