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Smells like teen spirit



Acerca de Marcadores nuevos, de Luciano Luterau (Editorial: Letra Viva)

 
Por Florencia Defelippe

Tomando como punto de partida la imagen de dos adolescentes sobre una cama que se prestan libros, Marcadores Nuevos bien podría ser la historia de cómo se formó una banda de pop. Con referencias en clave humorística que abarcan tanto a Marcel Proust: “Así, por ejemplo, I touch myself, de Divinyls, no nos parecía más que un cover de En busca del tiempo perdido” [p. 23] como a Sarmiento “Somos el Quiroga Tiger [p 97]”, el conjunto de citas y obras que se re- versionan y encuentran una correlación en el presente conforman la materia narrativa del texto de Lutereau: “Una novela de mil páginas se puede condensar en una canción de tres minutos [p. 24]”. Ésta última pareciera ser la intención de la nouvelle, pero lo que se busca condensar aquí no son novela y canción, sino la historia entera de la literatura, del lenguaje, y, en el medio de ambos  – para darle un registro adecuado a la voz que narra – , el rock.

            Sin embargo, tampoco se trata de eso: sino de tomar a todos esos elementos para re- escribirlos lúdicamente, destruyendo cualquier posibilidad de análisis posible.

            Más allá de lo anecdótico (dos adolescentes que leían juntas en la misma cama y se prestaban los libros), en Marcadores nuevos no hay nada que contar, nada que comprender, nada que enunciar. La escritura va, viene, vuelve sobre sí misma y se destruye.

            No busca ni quiere decir nada, y ahí está lo exasperante; es una obra imposible que habla sobre una trama también imposible:

“-No, ya te dije que no hay qué: pero no estoy diciendo nada.

-¿Cómo nada?

-Sí, la nada, pero no como otra cosa, y no como reverso de algo, sino como un algo muy especial.

-No entiendo

-No hay nada que entender

-¿Nada?

-Sí, la nada que hace que haya algo, sea que lo llamemos el Ser, Dios o la música-” [p 52]



            Así, estos dos personajes van descubriendo, en los libros prestados, en las voces – en “la voz”, aquella que siempre está pero por algún azar desconocido nunca llega a encontrarse del todo – y en sus propios recorridos, que las historias se repiten, que las novelas de iniciación bien podrían ser traducidas como canciones de amor fugaces, veloces como la luz y sin embargo, con una intensidad igual de abrumadora. Por este motivo, la traducción (esa “sutil traición”) también cae en un imposible: “Nuestra tarea en el mundo o, mejor dicho, en nuestra vida, juntas, sería intentar capturar, en canciones ciertas formas de sentir que hubiésemos encontrado en nuestras lecturas, a sabiendas de que, en realidad, no estaríamos transformando una novela en una canción. Mucho menos podría tratarse de una traducción temática.” [p 46.]

            Si bien la elección de la narradora por momentos cae en lugares comunes, se obtienen buenos resultados cuando el personaje se “sale” del registro adolescente y cuenta lo que realmente quiere contar, el meollo de lo que busca – en su fuero más interno – la novela Marcadores nuevos (parafraseando al poeta Santiago Pintabona): “Nadie escribió la novela de mi generación/ tal vez porque mi generación/ ya no tiene novelas/ tendrá nouvelles/ o cuentos/ en antologías que me aburren”.

            No es casual que sea ésta la cita que cierra a la tercera y última parte del libro, a lo largo de la cual se exponen una serie de conocimientos que dan lugar a otras citas y acontecimientos que se desprenden de los primeros y así hasta llegar a la siguiente conclusión: esta generación necesita una novela, no la hay, no la habrá, podríamos postularnos y escribir la novela de nuestra generación pero pasará de largo, o no la leerá nadie, porque no, porque es así, porque pensar demasiado en esto es aburrido y en definitiva, como dicta el poema nº 55 de -nuevamente-, Pintabona, todo se trata de un juego: “jugamos con palabras” (La escritura,  Santiago Pintabona, Pánico el pánico, 2011).

            En el medio de todo esto, una historia de amor entre dos adolescentes-hermanas demasiado parecidas que se separan, que comparten la primera y única experiencia real, definitoria, concreta: la llave hacia el mundo (o al Mundo) de todo el cúmulo de experiencias que vendrán después (porque, ¿qué son las experiencias del mundo adulto sino un despojo de las verdaderas, dolorosas y vivas heridas de esa transición inexacta y bizarra entre la niñez y el mundo de los más grandes?)

            Quizá por ello no haya otra forma de narrar que no sea desde la memoria, como la magdalena que siempre remite al mismo recuerdo, como el inicio de algo nuevo que siempre traerá alguna reminiscencia del pasado, como los 'marcadores' o marcas que regresan, pero nunca desde el mismo lugar.

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